En los códigos del habla, las malas palabras ocupan el margen: lo prohibido, lo vulgar, lo que debe reprimirse. Sin embargo, un estudio publicado en Social Psychological and Personality Science por David Stillwell, Gilad Feldman y colegas (2017) propone un giro inesperado: las personas que usan con mayor frecuencia lenguaje profano tienden a ser más honestas.
A primera vista, suena provocador, casi como un alegato contra la cortesía. Pero el hallazgo no es un mero anecdotario de laboratorio: combina tres niveles de evidencia empírica. En el primero, un grupo de 276 participantes completó escalas de honestidad mientras se analizaba su uso espontáneo de palabras obscenas. En el segundo, los investigadores examinaron miles de publicaciones de Facebook para identificar correlaciones entre el uso de profanidad y patrones lingüísticos asociados con el engaño. En el tercero, observaron una relación similar a nivel agregado: los estados norteamericanos donde la profanidad era más frecuente tendían a mostrar mayores niveles de integridad social, según indicadores públicos.
La conclusión, al menos estadísticamente, es incómoda: maldecir no es lo mismo que mentir. Y, a veces, quien no teme decir “mierda” tampoco teme decir verdad.
El valor del estudio no está solo en su resultado, sino en lo que sugiere sobre la naturaleza moral del lenguaje. Si lo obsceno y lo honesto pueden coexistir, entonces tal vez nuestra distinción entre palabra limpia y palabra sucia revela menos sobre ética y más sobre control social. Desde los primeros manuales de urbanidad, hablar “correctamente” ha sido una forma de disciplinar el cuerpo y la mente. Lo grosero se excluye porque desborda, porque no cabe en el molde civilizado. Pero ¿y si ese desborde fuese una forma de transparencia?
Profanidad y verdad
Decir una mala palabra implica romper un límite. Es un microacto de desobediencia. No es casual que surja cuando el lenguaje convencional se agota: el dolor, el asombro, la rabia o la alegría extrema empujan las palabras hacia los bordes. En ese borde, el lenguaje pierde su máscara.
No es que insultar vuelva a alguien virtuoso; es que el lenguaje desinhibido reduce la distancia entre emoción y palabra. Quien se permite hablar sin filtros suele tener menos espacio para la mentira, porque el mismo impulso que censura lo “inadecuado” es el que maquilla la intención. En cambio, quien dice lo que piensa, aunque suene brusco, conserva una forma primitiva de integridad verbal.
En ese sentido, la profanidad es también una resistencia contra la hipocresía lingüística: la que maquilla el discurso con eufemismos, protocolos o fórmulas vacías. Como si la cortesía bastara para reemplazar la ética.
El tono humano del lenguaje
El estudio de Feldman y sus colegas, con toda su base empírica, deja abierta una pregunta más profunda: ¿qué revela el lenguaje sobre nuestra relación con la verdad? Tal vez la honestidad no sea una virtud moral, sino una textura verbal: un modo de no traicionar la intensidad de lo que sentimos cuando lo decimos.
La corrección política, la neutralidad profesional y la retórica institucional han domesticado el habla al punto de hacerla casi irreconocible. En ese paisaje higienizado, las malas palabras pueden sonar como una herejía necesaria, un recordatorio de que la autenticidad también tiene saliva, respiración y rabia.
No se trata de glorificar la grosería, sino de entender que el lenguaje real nace donde la emoción y el pensamiento aún no se han separado. Allí, en ese punto de fusión, lo honesto puede ser torpe, pero nunca falso.
Quizá por eso, cuando alguien jura, grita o maldice desde el fondo del pecho, lo que escuchamos no es solo una palabra indebida: es el eco de algo que no pudo decirse de otro modo.
Y la pregunta que deja en el aire no es moral, sino radicalmente humana: ¿De qué sirve cuidar tanto nuestras palabras si al hacerlo perdemos el único registro verdadero de lo que somos?
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