Nos enseñaron que el aburrimiento es un enemigo: que hay que llenarlo con pantallas, tareas, distracciones.
Que quedarse quieto es improductivo, casi sospechoso.
Pero el vacío tiene su propia sabiduría.
Cuando nada sucede afuera, algo empieza a moverse adentro.
La mente, liberada del ruido, comienza a recomponer lo que el ritmo del día fractura: pensamientos inconclusos, emociones a medio digerir, intuiciones que piden espacio para nacer.
El ocio —ese tiempo no medido, no útil, no rentable— es el laboratorio más antiguo de la humanidad.
Allí Newton vio caer una manzana y descubrió una ley.
Allí los poetas escuchan las palabras que no existen todavía.
Allí el alma se permite pensar sin urgencia.
El aburrimiento no es falta de estímulo, es presencia radical.
Un estado incómodo al principio, pero fértil si uno lo habita.
Quizás no deberíamos huir de él, sino escucharlo.
Porque tal vez lo que llamamos aburrimiento…
es simplemente el silencio antes de una idea.
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