El cruce de esas líneas, alrededor de 2010, marca simbólicamente un punto de inflexión. Ese fue el momento en que las pantallas comenzaron a colonizar el tiempo libre y el ocio dejó de ser silencio o contemplación para convertirse en consumo continuo.
No se trata solo de jóvenes ni de Estados Unidos. Es una curva que atraviesa a toda la sociedad: leer ya no es una práctica de placer ni de expansión interior, sino una actividad “excepcional”. El tiempo que antes era un espacio de lectura —el autobús, la noche, la espera, el vacío— se llenó de ruido, notificaciones, microcontenidos.
Leer “casi todos los días” implicaba una disciplina invisible: sostener la atención, dialogar con un texto, dejar que algo nos cambie. Pero hoy el presente exige inmediatez: leer sin recompensa instantánea parece inútil.
El resultado es esta paradoja contemporánea: tenemos acceso a más información que nunca, pero somos cada vez menos capaces de convertirla en conocimiento.
No es casualidad que el declive de la lectura coincida con el auge del “scroll infinito”: desplazarse sin pensar, sin pausa, sin digestión cognitiva. El acto de leer, en cambio, pide lo opuesto: quedarse quieto, demorar, dudar, rumiar.
Si los datos del gráfico fueran los signos vitales de una cultura, el diagnóstico sería claro: estamos perdiendo la capacidad de demorarnos, de leer el mundo con lentitud.
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