El 14 de octubre no es solo una fecha. Es una raíz. Un punto donde el tiempo se entrelaza con la historia, con la tierra y con los seres que la habitan. Ese día, en 1961, nació mi padre. Y mientras el mundo giraba con la misma indiferencia de siempre, en algún rincón del Perú la vida abría una nueva flor. Crecería rodeado de plantas, como si la naturaleza le hubiera enseñado desde temprano que lo esencial no se conquista: se cultiva.
Cada año, cuando llega esta fecha, me gusta mirar hacia atrás, como quien observa los anillos de un árbol. Cada uno cuenta algo del clima que lo formó: los años secos, los generosos, los de tormenta. Y así, en los anillos de la historia, encuentro huellas que dialogan con su vida.
En 1888, el mundo filmaba su primera película, La escena del jardín de Roundhay. Qué ironía que la primera imagen en movimiento sea precisamente un jardín: un trozo de naturaleza capturada en la luz. Desde entonces, la humanidad no ha dejado de registrar su deseo de permanencia, su miedo a desaparecer. Pienso en mi padre y en cómo detiene el tiempo observando el crecimiento lento de una hoja nueva; cómo hay en su mirada una forma de resistencia, una manera de cuidar lo que no se puede repetir.
Cuatro años después, en 1892, Arthur Conan Doyle publicaba Las aventuras de Sherlock Holmes. Nacía la mirada minuciosa, la que observa lo que otros pasan por alto. Esa atención al detalle —ese arte de ver lo pequeño para comprender lo inmenso— también lo aprendí de él. De niño me enseñó que una planta nunca crece igual dos veces, que cada hoja tiene su lenguaje. En su jardín, la paciencia era método, y la curiosidad, brújula. Tal vez por eso siempre me ha parecido que los verdaderos detectives no investigan crímenes, sino misterios naturales.
En 1947, Chuck Yeager rompía la barrera del sonido. El aire se partía por primera vez ante el impulso humano de ir más allá. Fue un gesto audaz, casi irracional, pero profundamente humano. Mi padre también desafió sus propias barreras, no con velocidad, sino con constancia. Su vuelo fue silencioso, hacia adentro. No buscó romper récords, sino comprender el ritmo de la tierra. En eso, su grandeza se parece más a la de una raíz que a la de un avión.
Luego vino 1961, el año en que él nació. La Tierra seguía girando, la Guerra Fría trazaba sus fronteras, y el mundo parecía estar siempre al borde de algo. Pero en un rincón del Perú, un hombre comenzó su vida al margen de esas tensiones, aprendiendo de los árboles el arte de la espera. Lo recuerdo cuidando sus plantas, hablando de ellas como si fueran personas, agradeciéndoles la sombra y la compañía. Su jardín no era un adorno: era una lección diaria de humildad, de equilibrio entre dar y recibir.
Y así llegamos a 2023, cuando el cielo regaló un eclipse solar anular visible en gran parte de América. La luz y la sombra se encontraron en un anillo perfecto, recordándonos que todo lo vivo depende de ambos. Ese día, pensé en él otra vez: en cómo ha sabido convivir con la sombra sin perder la luz, en cómo su amor por las plantas es una forma de gratitud hacia lo que no se ve.
Cada 14 de octubre me enseña que la historia no se mide por las batallas ni los inventos, sino por la manera en que alguien, en su pequeño rincón del mundo, cuida una semilla, riega el silencio y deja que la vida haga el resto.
Mi padre nació el mismo día en que tantas cosas cambiaron, pero su lección es simple y eterna: que crecer no es conquistar, sino comprender.
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