martes, 7 de octubre de 2025

La distancia entre pensar y ser


Es muy fácil pensar las cosas; pero es muy difícil serlas”.

Entre una idea y una existencia se abre un abismo. Nietzsche lo sabía. Pensar —como escribir, como opinar— puede hacerse sin riesgo, desde la comodidad del lenguaje o el anonimato de la multitud. Ser, en cambio, implica comprometer el cuerpo, la voluntad, la vulnerabilidad. Lo primero es una operación mental; lo segundo, un modo de estar en el mundo.

El pensamiento, cuando no se encarna, se vuelve una sombra elegante. Por eso Nietzsche desconfiaba de los filósofos de gabinete, de aquellos que hablaban de virtud mientras vivían sin ella, de quienes disertaban sobre la verdad sin soportar el peso de ser veraces. Para él, la filosofía no era un sistema de ideas sino una forma de vida. “El valor de un pensamiento se mide por cuánto se ha sufrido por él”, escribió.

Ser lo que se piensa es una tarea ardua. No basta con tener razón; hay que tener fuerza. En Así habló Zaratustra, el profeta no predica una doctrina, sino una transformación: “Yo os enseño el superhombre”, dice, “el que se supera a sí mismo”. No se trata de acumular pensamientos, sino de devenir aquello que se piensa, de dejar que las ideas atraviesen la carne hasta transformarla.

En ese sentido, la frase —“es muy fácil pensar las cosas; pero es muy difícil serlas”— podría leerse como una advertencia contra la hipertrofia de la reflexión contemporánea. Vivimos en un tiempo saturado de discursos lúcidos y cuerpos vacíos. Todos opinan, pocos encarnan. La coherencia se ha vuelto un lujo casi anacrónico.

Nietzsche intuía el peligro: cuando el pensamiento se separa de la vida, el hombre se fragmenta. Surge entonces el tipo que él más despreciaba: el “último hombre”, satisfecho, prudente, incapaz de crear o destruir. Un ser que ha sustituido la experiencia por el comentario, la acción por la opinión, el vivir por el pensar.

Pensar es cómodo porque no obliga a exponerse. Ser, en cambio, exige atravesar la incomodidad de lo real. La diferencia entre ambos —esa distancia entre cosa y yo— es la zona donde se decide la autenticidad. El pensamiento puro puede brillar, pero sólo la vida lo valida.

La filosofía de Nietzsche no busca verdades absolutas sino congruencia vital. Por eso él caminaba mientras pensaba, dejaba que el cuerpo respirara la idea. La escritura era para él una consecuencia del movimiento, no un sustituto. Cuando afirmaba “hay que tener un caos dentro para dar a luz una estrella danzarina”, no hablaba de desorden intelectual, sino de una fuerza interior que lucha por dar forma a lo que se piensa.

Si trasladamos esa mirada a nuestro presente, el abismo entre pensar y ser se ha ensanchado. Las redes sociales, la cultura de la imagen y la inmediatez del discurso público han convertido las ideas en accesorios. Se declaran principios, causas, identidades, sin pagar el precio de sostenerlos con la vida. Todo pensamiento se pronuncia; pocos se practican.

Y sin embargo, pensar sigue siendo necesario. Lo que Nietzsche exige no es dejar de pensar, sino dejar de pensar sin consecuencias. Que las ideas duelan, que comprometan, que obliguen a una metamorfosis. Pensar no como ejercicio estético, sino como acto ético.

Ser lo que se piensa es un ideal casi imposible, pero en esa imposibilidad reside su valor. Cada intento de reducir la distancia entre pensamiento y existencia nos vuelve un poco más íntegros, más reales, más humanos.

En tiempos en que todo se dice y casi nada se vive, quizás la mayor revolución no sea pensar distinto, sino vivir de acuerdo con lo que ya pensamos.

¿Hasta qué punto nuestras ideas nos transforman… o sólo nos sirven para fingir que lo hemos hecho?

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