lunes, 6 de octubre de 2025

Procusto o la anatomía de la envidia


El llamado Síndrome de Procusto ha sido descrito como una conducta —más que un trastorno— caracterizada por el rechazo hacia quienes sobresalen. Es el impulso de cortar las virtudes ajenas para no sentir la propia insuficiencia. Su raíz no es la justicia ni el orden, sino la envidia, esa emoción corrosiva que no desea poseer lo que el otro tiene, sino impedir que el otro lo conserve.

En la mitología griega, Procusto era un posadero del camino de Mégara a Atenas. Tenía dos camas: una corta y otra larga. A los viajeros altos los mutilaba para que cupieran en la pequeña; a los bajos los estiraba violentamente para adaptarlos a la grande. La medida nunca era el cuerpo, sino el lecho. Y el castigo no era por hacer el mal, sino por ser distinto.

Cuando Teseo lo encuentra en su travesía, devuelve la violencia al violento: obliga a Procusto a acostarse en su propia cama. Así, el héroe no sólo lo derrota, sino que lo confronta con la regla que impuso a los demás. Es la justicia mítica de quien desarma al envidioso con su propio instrumento.

En clave simbólica, Procusto representa a quienes no soportan la diferencia, el brillo, la inteligencia o el talento ajeno. Su envidia no se manifiesta en el deseo de mejorar, sino en el afán de reducir al otro. Lo vemos en los entornos laborales donde el mérito incomoda, en los espacios académicos donde la originalidad se castiga, o en las dinámicas sociales donde la mediocridad se disfraza de prudencia.

La envidia procusteana no quiere crecer: quiere que nadie crezca.

Psicológicamente, la envidia extrema busca restablecer una falsa igualdad: si no puedo alcanzar al otro, debo rebajarlo hasta mi nivel. Así, lo mutilo simbólicamente —desacreditándolo, silenciándolo, ridiculizándolo— para no enfrentar mi propia falta. En ese sentido, Procusto no actúa por maldad consciente, sino por fragilidad del yo. Su violencia es defensa de su inseguridad.

En Todo Muere, la novela de Juan Gómez-Jurado, el mito de Procusto reaparece como alusión oscura: un nombre que evoca la crueldad sistemática de quien impone su norma a costa de los demás. Es interesante cómo el mito pervive en la cultura popular contemporánea, no como reliquia, sino como arquetipo de poder. Cada vez que un sistema expulsa a los que destacan o premia la conformidad, revive a Procusto.

El mito, leído desde la envidia, también nos interroga. ¿Qué hacemos nosotros frente al brillo ajeno? ¿Lo admiramos o lo queremos disolver? Porque la envidia, en su forma más peligrosa, no necesita poder político; basta con un comentario, una omisión o un silencio para cercenar una posibilidad.

Y lo más inquietante: todos llevamos un pequeño Procusto dentro, ese impulso que nos tienta a medir a los otros con nuestra propia vara.

Teseo, en cambio, encarna la otra respuesta: la de quien no teme a la excelencia, la que destruye la norma que mata. Su victoria no es sólo física; es ética. Liberar el camino de Procusto es liberar la posibilidad de que cada uno encuentre su propia medida sin miedo a sobresalir.

El mito, entonces, no habla sólo de violencia, sino de mediocridad institucionalizada. Allí donde la envidia se vuelve norma, florece la mutilación simbólica: del pensamiento original, del arte incómodo, de la voz distinta. Resistir al Procusto interior y al Procusto social es, en última instancia, defender la diversidad humana.

Y quizá, después de todo, esa sea la verdadera enseñanza: no hay justicia en igualar hacia abajo.

El desafío no es cortar al otro, sino ensanchar nuestra cama interior para aprender a convivir con la diferencia.

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