Imagen de Espacio abierto. |
Dussel sostiene que la modernidad nació en América, no en Europa, y que su mito de progreso se erige sobre la violencia colonial. Mientras Europa se pensaba a sí misma como el centro racional y civilizador, negaba la humanidad de los pueblos que no encajaban en su relato. El “otro” fue convertido en objeto de redención o exterminio, según lo exigieran las circunstancias. La modernidad, por tanto, no es la superación del mito, sino su versión más sofisticada.
Beatriz Pastor, en El discurso narrativo de la conquista de América, muestra cómo esa negación se articuló en el lenguaje. Los cronistas españoles no solo contaron la conquista: la narraron desde una lógica teológica y épica que borró toda voz disonante. El “indio” se volvió personaje, no sujeto. La escritura europea dio forma al silencio americano. En esa operación discursiva se fundó una epistemología: la historia como relato de los vencedores. Lo que Pastor llama “la colonización de la palabra” sigue siendo una de las heridas más persistentes de nuestra cultura.
En Visión de los vencidos, Miguel León Portilla intenta restituir esas voces. A partir de los testimonios náhuatl, reconstruye el desconcierto y la devastación de los pueblos originarios ante la irrupción europea. Su mérito no radica en ofrecer una “versión indígena”, sino en revelar la profundidad humana del trauma. Los relatos hablan de presagios, de signos, de destrucción. No hay épica, solo pérdida. Esa diferencia es fundamental: mientras la narrativa europea celebra el comienzo de la historia moderna, la indígena recuerda el inicio del olvido.
Fernando Mires, en En el nombre de la cruz, explica que la empresa colonial no habría sido posible sin el revestimiento teológico de la conquista. La cruz funcionó como tecnología simbólica del poder: legitimó la violencia al presentarla como misión espiritual. Europa no solo expandió sus territorios, sino también su Dios. El cristianismo se volvió estructura imperial. De allí la lucidez amarga de Galeano cuando escribe:
“Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: ‘Cierren los ojos y recen’. Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia”.
Galeano no escribe historia, pero ilumina su trasfondo. Su frase encierra una verdad que los tratados académicos apenas rozan: el colonialismo fue, antes que una empresa militar o económica, un proyecto ontológico. En 1492, los pueblos originarios no solo perdieron tierras, sino también el derecho a definir lo real. “En 1492,” escribe, “los nativos descubrieron que eran indios, descubrieron que vivían en América, descubrieron que estaban desnudos, descubrieron que existía el pecado.” El acto de descubrir fue, en realidad, el acto de imponer categorías: el nacimiento del “indio” como identidad fabricada.
Walter Mignolo retoma esa idea en La idea de América Latina, al afirmar que la colonialidad no terminó con la independencia política. Persiste como matriz de poder que define qué saberes cuentan como válidos, qué lenguas son civilizadas y qué memorias merecen ser recordadas. La herida colonial no es un vestigio del pasado, sino una estructura que sigue organizando el presente. Por eso, pensar 1492 no es un ejercicio arqueológico, sino una tarea política: implica revisar los fundamentos del conocimiento, del Estado, de la propia noción de humanidad.
Severo Martínez Peláez, en La patria del criollo, analiza cómo las élites latinoamericanas heredaron el orden colonial y lo perpetuaron. La independencia no significó una ruptura con la lógica de la dominación, sino su internalización. Los criollos sustituyeron al conquistador, pero conservaron su mirada. El “otro” —el indígena, el mestizo, el pobre— siguió siendo el mismo cuerpo sobre el cual se construyó el mito de la nación. Así, la herida de 1492 se volvió constitutiva de nuestra identidad.
Edmundo O’Gorman, en La invención de América, nos advierte contra la idea de un continente que “esperaba ser descubierto”. América, dice, no existía antes de ser nombrada, pero ese acto de invención fue también una forma de aniquilación simbólica. Inventar a América fue borrar sus mundos previos, reducirlos a la categoría de “naturaleza”, a lo que debía ser dominado y explicado. Esa invención es, hasta hoy, el espejo donde Occidente se mira para reconocerse.
En este entramado de interpretaciones, la frase de Galeano resuena como un epitafio moral:
“En América todos tenemos algo de sangre originaria. Algunos en las venas y otros en las manos”.
La sangre, en su metáfora, no es solo genealogía; es responsabilidad. Habitar este continente implica asumir la memoria de lo que se perdió y lo que se hizo perder.
El 12 de octubre no debería conmemorarse como el día del encuentro entre dos mundos, sino como la fecha en que uno de ellos fue interrumpido. Lo que llamamos “descubrimiento” fue, en realidad, el inicio de una larga pedagogía del olvido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario