Esa hipótesis —tan simple como revolucionaria— cambió para siempre la comprensión del mundo precolombino. Knórozov abrió un camino que transformó la arqueología en filología, y la filología en algo casi místico: un diálogo con el tiempo. Pero su descubrimiento no fue recibido con gratitud. En Occidente, muchos lo desestimaron. El influyente arqueólogo británico J. Eric S. Thompson defendía que los glifos eran solo decoraciones religiosas, incapaces de contener lenguaje. La guerra fría hizo el resto: ¿cómo podía tener razón un científico soviético, aislado tras el Telón de Acero, cuando toda la tradición académica americana le negaba credibilidad?
Knórozov respondió con silencio. Dejó que su método hablara. Poco a poco, los investigadores comprobaron que sus lecturas eran correctas, que los signos tenían sonido, ritmo, nombre. Entre los primeros en reconocerlo estuvo Michael D. Coe, profesor de Yale, quien lo llamó “uno de los mayores logros intelectuales del siglo XX”. Lo que comenzó como una sospecha marginal se convirtió en una verdad arqueológica: los mayas habían dejado un lenguaje, y Knórozov lo había devuelto al mundo.
Su figura, sin embargo, nunca perdió ese halo de rareza entrañable. Decía que su gata Asya era su verdadera colaboradora y exigía que su nombre apareciera en los artículos. Cuando los editores la suprimían, se indignaba. Esa anécdota, entre tierna y excéntrica, resume su humanidad: un hombre que se enfrentó a la rigidez académica con la misma obstinación con que descifró glifos, un sabio que trabajaba no por fama ni fortuna, sino por comprensión.
Knórozov murió sin el ruido de la gloria, pero su obra trascendió cualquier frontera. En Rusia y en Centroamérica, su nombre es recordado con respeto, no solo como el hombre que descifró la escritura maya, sino como quien enseñó que la ciencia también puede ser un acto de humildad.
Hay algo profundamente simbólico en su destino: un extranjero que escuchó un idioma ajeno y lo entendió mejor que nadie. Su genio no fue solo filológico, fue moral. Nos recordó que la verdad no tiene patria, que la inteligencia puede florecer en el aislamiento, y que a veces el conocimiento —como una civilización dormida— solo necesita que alguien tenga la paciencia de escuchar.
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