Pensar no es una función automática, sino un riesgo. Arendt lo sabía: pensar implica detener el movimiento del mundo, suspender la obediencia y escuchar la voz que interroga. La ausencia de ese gesto —ese silencio interior que se confunde con la calma— es el terreno donde el mal florece. No porque el hombre desee destruir, sino porque deja de cuestionar lo que hace.
El mal, entonces, no es demoníaco. Es administrativo, metódico, educado. Es la mano que firma un documento sin leerlo, el técnico que cumple una orden sin saber su alcance, el ciudadano que no pregunta mientras el engranaje avanza. Es la indiferencia del que ya no piensa porque cree que otros piensan por él.
Pensar no garantiza la virtud; tampoco pensar nos salva del error. Pero donde hay pensamiento, hay resistencia. Arendt decía que solo el pensamiento —ese diálogo silencioso del yo consigo mismo— nos preserva de hacer lo que, al volver a casa, no podríamos soportar recordar. Pensar es poner en duda el mandato de la época; es aceptar el peso de la conciencia cuando todo invita a la ligereza.
La historia no se repite, pero el hábito sí. Cada época inventa su modo de dejar de pensar: ayer fue la obediencia, hoy puede ser la saturación, mañana será la distracción. Y sin embargo, el fondo sigue siendo el mismo: el hombre que abdica del juicio, el ser que prefiere la paz de la inercia a la incomodidad del discernimiento.
El mal radical, decía Arendt, no se comete por odio, sino por ausencia. Por el vacío que deja el pensamiento cuando cede su lugar al procedimiento. Por eso el pensamiento no es un lujo intelectual: es una forma de moral. No pensar es dejar que el mundo se piense a sí mismo, y el mundo, abandonado a su propia lógica, no distingue entre justicia y eficacia.
¿Y si el verdadero peligro no fuera la crueldad, sino la comodidad de los que ya no piensan?
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