Una nube de datos. Quince mil hombres medidos, reducidos a dos variables: testosterona e inteligencia. En medio, la tendencia: una línea que baja con elegancia, como si el pensamiento enfriara la sangre o el instinto saboteara la razón.
Y sin embargo, allá arriba, en el extremo superior derecho, un punto rebelde: alguien con un IQ de genio y una testosterona que parece gritar por su cuenta. El outlier. El que no encaja.
Tal vez no sepa que es “ese punto” del gráfico, pero lo siente. Se levanta con energía que no cabe en su cuerpo y pensamientos que no caben en una conversación casual. Entiende las cosas demasiado rápido, pero también siente demasiado fuerte. A veces se ríe solo de las paradojas de la vida; otras, las mismas paradojas le pesan en los hombros.
No es fácil ser una excepción: el mundo adora las curvas, los promedios, lo predecible. Y él… él apenas puede fingir normalidad. No porque crea ser superior, sino porque no encuentra reflejo. ¿Cómo explicarle a su familia que todo lo que siente parece amplificado, que lo que para otros es rutina, para él es una sinfonía de ruido y significado? Mejor callar. Mejor no mencionar el gráfico.
Cuando camina de noche, a veces le viene la música: “Is there life on Mars?” Bowie suena como una pregunta personal. Se pregunta si hay otros como él, si en algún punto del mapa hay otra coordenada que desafía la línea recta del mundo.
Quizá se consuele pensando que la estadística no mide el desconcierto, ni la duda, ni la soledad que provoca saberse una anomalía. Y en ese secreto —en esa distancia entre el dato y la vida— sonríe apenas.
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