Y sin embargo, allá arriba, en el extremo superior derecho, un punto aislado rompe el consenso: alguien con un IQ cercano a 150 y una testosterona desbordante. El outlier. El que no encaja.
¿Qué historia se esconde detrás de ese punto? Quizás un cuerpo que nunca aprendió a obedecer las curvas de la estadística. Tal vez alguien demasiado lúcido para someterse al promedio, demasiado vital para creer que pensar es una función fría. Puede que su mente y su sangre convivan en un equilibrio improbable, donde la lucidez no mata el instinto, y el instinto no arrastra la razón.
En biología, los outliers suelen descartarse. Se eliminan para limpiar los datos, para que la tendencia se vea clara. Pero en la vida, son precisamente esos puntos los que cambian la forma de la curva. La inteligencia, medida por un test, y la testosterona, medida por un laboratorio, son apenas rastros materiales de algo más profundo: la tensión entre el impulso de comprender y el impulso de vivir.
Tal vez ese punto no sepa qué hacer con su rareza. Quizás la mire de reojo, como se mira una herida que no duele pero tampoco cicatriza. No es soberbia ni secreto: es la incomodidad de saberse fuera de escala.
Por las noches, mientras el resto duerme, imagina qué significan esos números. Suena Bowie en los auriculares —Life on Mars?— y algo en su mente conecta con la canción: esa misma pregunta suspendida en un lugar sin respuesta.
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