miércoles, 17 de septiembre de 2025

Los dioses que pensamos: de la proyección al vacío

El único lugar donde los dioses existen indiscutiblemente es en nuestras mentes, donde son reales más allá de toda refutación, en toda grandeza y monstruosidad”.

From Hell, Alan Moore

En la frase de Moore hay una intuición peligrosa: los dioses no habitan en los cielos, sino en la conciencia humana. No necesitan templos ni altares; bastan las neuronas. En la mente, todo lo imaginado es real. Los dioses existen ahí con una certeza que ningún argumento podría disolver. Lo divino es una creación que no pide permiso a la razón, pero que la razón puede desnudar.

Bertrand Russell se acercó a esa desnudez desde la lógica fría:

No digo que definitivamente no haya un Dios; lo que digo es que las razones que se han aducido para creer en él son insuficientes”.

Y más aún:

No puedo probar que no exista Dios, como tampoco que Satán sea una ficción. Los dioses del cristianismo, del Olimpo o de Egipto son igualmente improbables; están fuera del alcance de todo conocimiento probable”.

Russell no niega, delimita. Pone frontera entre lo pensable y lo demostrable. Lo divino, dice, es un asunto que escapa al método, no un misterio sagrado sino una hipótesis sin evidencia. Y sin embargo, aunque la filosofía lo declare improbable, el mito persiste. Hay algo que no muere cuando los dioses mueren.


Feuerbach: el espejo de la especie

Un siglo antes, Ludwig Feuerbach había señalado el origen de ese espejismo: los dioses son proyecciones humanas. “La teología es antropología”, escribió. Cada cualidad divina —bondad, sabiduría, justicia— es una virtud humana llevada al límite. Lo que adoramos no es al Creador, sino a una versión ideal de nosotros mismos.

Dios, entonces, no nos hizo a su imagen, nosotros lo hicimos a la nuestraEl cielo se convierte en un espejo, y la fe en un modo de autoconocimiento colectivo.


Jung: los dioses que habitan dentro

Carl Jung llevó esa idea a una profundidad psíquica. Cuando el pensamiento moderno expulsó a los dioses del mundo, ellos migraron al inconsciente. Se transformaron en arquetipos: imágenes eternas que pueblan nuestros sueños, nuestros mitos y nuestras narraciones.

Negar a los dioses no los destruye, los vuelve inconscientes. Y lo inconsciente, al no ser reconocido, gobierna desde la sombra.

Para Jung, los dioses antiguos no desaparecieron: cambiaron de dirección. Siguen ahí, disfrazados de pulsiones, símbolos, ficciones. Hablar con ellos es hablar con nuestra parte más profunda, la que la razón no controla.


Nietzsche: el vacío después de Dios

Cuando Nietzsche proclamó que Dios había muerto, no fue una burla, sino un diagnóstico cultural. El siglo moderno había perdido la brújula moral que organizaba el sentido.

La muerte de Dios no es el fin de la fe: es el inicio del vértigo.

En el vacío que deja, el ser humano debe convertirse en su propio creador, el escultor de sus valores.

El peligro no es la ausencia de lo divino, sino la falta de sentido.

El “superhombre” nietzscheano no es un héroe de fuerza, sino de responsabilidad: el que asume que el significado ya no viene de arriba, sino de adentro.


La persistencia del mito

Tal vez todos tengan razón.

Feuerbach vio el espejo, Jung el reflejo interno, Nietzsche la oscuridad después del reflejo.

Y, sin embargo, los dioses continúan apareciendo: en los algoritmos que nos predicen, en las ideologías que prometen salvación, en los mitos nuevos que la ciencia también crea cuando busca su verdad absoluta.

Quizá lo divino no haya desaparecido, solo haya cambiado de lenguaje.

Los dioses que una vez inventamos ahora nos habitan, silenciosos, esperando que los reconozcamos como lo que siempre fueron: una creación nuestra, pero tan real como el miedo y el deseo que los hizo nacer.

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