“Lo que llamamos felicidad es un sistema neural que reorganiza el cerebro cuando hay un error de predicción—cuando las cosas son más grandes, más lindas, más jugosas o más atractivas de lo que esperábamos”.
—David Pinsof
Según la neurociencia moderna, la felicidad no es un estado permanente, sino una señal de aprendizaje. Cada vez que el mundo nos sorprende positivamente —cuando algo resulta mejor de lo que anticipábamos—, el cerebro responde con una ráfaga de dopamina. Esa descarga no solo produce placer: reescribe nuestras expectativas. Ajusta el modelo interno con el que anticipamos lo que vendrá.
En términos simples, la felicidad es el eco biológico de un error de predicción positivo. No somos felices porque las cosas sean buenas, sino porque fueron mejores de lo que esperábamos. Y una vez que se repiten, dejan de serlo. La sorpresa se amortigua, la curva del placer se aplana. El cerebro se adapta, y el milagro pierde brillo.
Este mecanismo explica tanto el entusiasmo del hallazgo como la fatiga del hábito. Explica por qué el deseo se renueva sin cesar, por qué lo que ayer nos bastaba hoy nos resulta trivial. La felicidad no es una meta alcanzable, sino un proceso de reajuste constante entre lo que creemos saber y lo que el mundo nos concede.
Vista así, la felicidad es una medida de la diferencia entre realidad y expectativa, un pulso que solo se enciende cuando la vida desobedece nuestros cálculos. Su intensidad depende menos de lo que ocurre y más de cuánto nos sorprende. No es abundancia, sino desvío; no estabilidad, sino error.
Pero en ese error también habita algo profundamente humano: la capacidad de asombro, la flexibilidad de un sistema nervioso que aprende, la posibilidad de seguir siendo sorprendidos. Tal vez ahí radique el sentido evolutivo y existencial de la felicidad —no en poseer, sino en no dejar de descubrir.
Si la felicidad es una función del error, ¿qué queda de ella cuando ya nada nos sorprende?
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