Castellio aparece en el ensayo de Aeon como una figura silenciosa y obstinada, un hombre que, en el siglo XVI, se atrevió a oponerse a la ortodoxia en nombre de la compasión. Mientras Europa ardía en hogueras de pureza doctrinal, él comprendió que la verdad no necesita verdugos. Su voz, pequeña frente al estruendo de los dogmas, anticipó una idea que aún nos cuesta practicar: la tolerancia no es indulgencia, es lucidez moral.
En su tiempo, disentir era peligroso. La herejía no era solo un error teológico, sino una ofensa al orden del mundo. Castellio escribió que matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre. Y en esa frase caben siglos de fanatismo y su contrario: la esperanza de que alguna vez la fe, o cualquier creencia, pueda convivir con la duda sin sentir que pierde su alma.
Lo que conmueve de Castellio no es su crítica, sino su ternura racional. Comprendió que la intolerancia nace del miedo: miedo a la diferencia, a la grieta en la certeza, a la fragilidad de una verdad que necesita uniformidad para sostenerse. Tolerar, entonces, es un acto de coraje intelectual. No significa renunciar a las convicciones, sino reconocer que toda verdad humana está hecha de fronteras porosas, de sombras, de voz ajena.
El ensayo de Aeon sugiere que seguimos viviendo bajo el eco de esa disputa antigua: seguimos levantando hogueras, aunque ahora sean simbólicas. Cambian los templos, cambian los ídolos, pero persiste la necesidad de encontrar culpables. En nombre de la razón, del progreso o de la pureza moral, seguimos construyendo nuevos infiernos para quienes piensan distinto.
¿Cuántas veces, en nombre de nuestras certezas, seguimos encendiendo el fuego?
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