miércoles, 24 de septiembre de 2025

Manvir Singh y los universales invisibles de la cultura

Hay algo profundamente humano en reconocer patrones detrás del caos. Desde la primera vez que un grupo de cazadores compartió fuego hasta la invención del lenguaje digital, cada cultura ha reinventado los mismos gestos con distintos nombres. Esa intuición —que más allá de nuestras diferencias persiste una arquitectura común— es el punto de partida de Manvir Singh, investigador del Harvard Society of Fellows, en su propuesta sobre los universales culturales.

Su pregunta es provocadora y antigua: ¿existen rasgos culturales compartidos por todos los pueblos, incluso los más distantes en tiempo y geografía? Singh responde que sí, pero con una precisión que evita los dogmas del universalismo clásico. En lugar de asumir una naturaleza humana fija, propone pensar los universales como formas recurrentes de la mente humana enfrentada al entorno.

Para eso, distingue tres niveles:

  • Universales absolutos, presentes en todas las culturas conocidas: el lenguaje, la música o el uso controlado del fuego.

  • Casi universales, que aparecen en la mayoría, aunque con excepciones: por ejemplo, las nanas ausentes entre los Aché del Paraguay.

  • Universales estadísticos, frecuentes por encima de un umbral, pero no omnipresentes: estructuras familiares, tipos de parentesco, narrativas morales.

La clasificación tiene algo de elegante humildad: reconoce la similitud sin negar la excepción. No busca probar que somos idénticos, sino que compartimos un repertorio de posibilidades mentales que cada sociedad expresa a su modo.

La clave de su argumento es la plasticidad fenotípica —la capacidad de un mismo conjunto de mecanismos biológicos para producir resultados diferentes según el ambiente. La biología humana ofrece el molde; la cultura, la temperatura que lo transforma. Así, una emoción básica o una estructura narrativa pueden tener raíces universales, pero su forma final dependerá de contextos ecológicos, históricos o simbólicos.

Esta idea recupera algo que la ciencia de los últimos años parece haber olvidado: que la diversidad no niega la unidad, la amplifica. Las diferencias culturales no son pruebas de que cada pueblo habite un mundo inconmensurable, sino variaciones sobre una misma partitura cognitiva. Lo universal, en este sentido, no es un contenido, sino un ritmo subyacente en la mente humana.

Claro que el modelo de Singh no está exento de críticas. Investigaciones recientes han cuestionado la universalidad de las emociones básicas o de ciertos rasgos lingüísticos que se daban por hechos. Además, gran parte de la evidencia sobre “lo humano” sigue proveniendo de poblaciones WEIRD: occidentales, educadas, industrializadas, ricas y democráticas. Singh reconoce este sesgo y lo convierte en motor de su propuesta: la universalidad no debe asumirse, sino ponerse a prueba con datos verdaderamente globales.

En el fondo, lo que su trabajo sugiere es que los universales culturales no son moldes, sino tendencias estadísticas de la mente. Puntos de convergencia, no reglas. Y eso cambia todo: deja de buscar una esencia y empieza a buscar la arquitectura invisible que nos hace capaces de inventar dioses, canciones, ficciones o sistemas morales distintos y, sin embargo, comprensibles entre sí.

Quizá ahí radique la belleza de su planteo: en recordarnos que la mente humana, tan variada como es, sigue jugando con el mismo conjunto de piezas. Y que, si pudiéramos escuchar desde lejos el murmullo de todas las culturas, tal vez percibiríamos algo parecido a una armonía —imperfecta, fractal, pero común.

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