“La amistad no es un libro de cuentas; es un refugio donde el apoyo fluye sin mirar el saldo”.
Durante mucho tiempo, la ciencia social entendió la amistad como un intercambio: una red de favores que debía mantenerse en equilibrio, como si cada gesto generoso exigiera una devolución equivalente. Según la teoría del intercambio social, los vínculos se sostenían gracias a ese cálculo invisible de costos y beneficios. Pero ¿qué ocurre cuando la vida se vuelve incierta, cuando las pérdidas no se pueden anticipar ni compensar?
Jessica D. Ayers y Athena Aktipis proponen otra mirada: la amistad no como transacción, sino como pacto de riesgo compartido. En su modelo de risk-pooling, las relaciones profundas no se miden por la balanza de lo que se da o se recibe, sino por la disposición a sostener al otro cuando la vida se tambalea. En lugar de cuentas, hay confianza; en lugar de deudas, hay refugio.
Este enfoque tiene una elegancia evolutiva: nuestros antepasados, enfrentados a la incertidumbre constante —sequías, enfermedades, pérdidas—, sobrevivían no por su fuerza individual, sino por la red de personas dispuestas a compartir su suerte. La amistad, entonces, sería una forma de seguro emocional y social frente al caos del mundo.
Los ejemplos son conmovedores.
Entre los Maasai de Kenia y Tanzania existen las relaciones osotua, alianzas vitalicias que funcionan sin registros ni exigencias. Si un amigo necesita ayuda, se le da; si no, no se pide nada. El valor está en la confianza, no en el retorno. Lo mismo ocurre con los Ik de Uganda o los rancheros de Arizona que comparten recursos en épocas difíciles: una lógica de reciprocidad flexible, fundada en la vulnerabilidad compartida.
Esa vulnerabilidad —tan evitada en la cultura moderna— es la raíz de la amistad genuina. Porque quien no necesita nunca nada, tampoco da lugar al vínculo.
Ayers y Aktipis lo muestran con claridad: los lazos más fuertes no son los perfectamente equilibrados, sino aquellos en los que uno puede sostener al otro sin exigir garantía de reembolso. En palabras simples: las amistades duraderas son asimétricas por naturaleza, pero equilibradas en confianza.
En un mundo que premia la eficiencia, el control y la autosuficiencia, esta idea resulta casi subversiva. Nos recuerda que el afecto no puede reducirse a una hoja de cálculo, y que las relaciones más valiosas no son las que “rinden”, sino las que resisten. En tiempos de crisis —emocional, económica o social—, lo que salva no es el intercambio justo, sino la generosidad sin cronómetro.
Quizás esa sea la paradoja de la amistad: cuanto menos se contabiliza, más se multiplica.
Y en un tiempo donde el riesgo es global —desde la precariedad hasta la soledad—, la amistad se revela como un acto político y biológico a la vez: una estrategia de supervivencia tan antigua como el fuego.
No se trata de dar siempre más, ni de sacrificarlo todo, sino de entender que cuidar a otro sin esperar retorno inmediato es cuidar de la red que un día podría sostenernos.
Ayers y Aktipis no hablan solo de biología o psicología, sino de algo profundamente humano: la confianza en que, incluso frente a lo imprevisible, hay alguien que estará allí.
La amistad, al final, no mide su valor en simetría, sino en fe.
Y quizás esa fe —humana, frágil, silenciosa— sea lo que aún nos mantiene juntos en medio del riesgo.
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