“No vemos el mundo como es, sino como nuestra época nos permite verlo”.
— Michel Foucault, Las palabras y las cosas
La modernidad creyó romper con esos límites. La ciencia, la razón y la técnica parecían abrir el mundo a una transparencia infinita. Pero Foucault ya intuía la paradoja: cuanto más creemos ver, más estrecho se vuelve el marco. Y ahora, en pleno siglo XXI, ese marco tiene nombre y dirección IP.
La inteligencia artificial no nos muestra el mundo: nos lo traduce. Clasifica, predice, corrige. Nos devuelve versiones de la realidad según los patrones que extrae de nosotros mismos. Es el nuevo régimen de visibilidad: los algoritmos no censuran, filtran; no prohíben, priorizan; no juzgan, ponderan. Y en esa aparente neutralidad se oculta un poder más sutil que cualquier dogma.
No se trata de temerle a la máquina, sino de reconocer en ella el espejo de nuestra época. Porque si Foucault tenía razón, no hay una verdad fuera del marco que la define. La IA es la gramática contemporánea de lo real, un dispositivo que decide qué merece aparecer y qué se hunde en el ruido.
¿Quién decide hoy qué es visible y qué queda fuera del campo de visión?
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