“La capacidad de pensar en lo que no está sucediendo es un logro cognitivo que tiene un costo emocional”.
—Killingsworth & Gilbert, Science (2010).
Durante casi la mitad del tiempo que estamos despiertos —46.9 %, según sus datos— no pensamos en lo que estamos haciendo. Estamos lavando los platos pero pensando en un correo pendiente, o caminando mientras revivimos una discusión. Esa distancia entre el presente y la atención parece ser el precio de la inteligencia humana: la mente capaz de imaginar, planificar o recordar es también la que se enreda en su propio ruido.
La frase central del estudio lo resume con una precisión casi poética:
“Pensar en lo que no está sucediendo es un logro cognitivo que tiene un costo emocional”.
Lo notable es que ese costo no depende del tema: incluso cuando pensamos en cosas agradables, somos menos felices que cuando estamos plenamente presentes.
La paradoja del pensamiento libre
Killingsworth y Gilbert no lo dicen con estas palabras, pero su estudio podría leerse como un retrato de la mente contemporánea: saturada, distraída, crónicamente proyectada hacia lo que falta. La hiperconectividad no ha hecho más que amplificar esa tendencia ancestral. El presente se ha vuelto un punto de tránsito entre notificaciones, tareas y recuerdos, nunca una morada.
El costo del futuro
Y aquí aparece la crítica más profunda: la mente humana, celebrada por su creatividad, por su capacidad de pensar “más allá”, parece haber olvidado el arte de habitar el ahora. Hemos desarrollado inteligencia sin desarrollar presencia.
Quizás la verdadera madurez cognitiva no consista en escapar más lejos, sino en aprender a regresar.
Porque si la mente divaga casi la mitad del día, la pregunta no es cuánto pensamos, sino cuánto realmente vivimos.
¿Cuánta vida se nos va en los reinos del “y si”?
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