domingo, 28 de septiembre de 2025

La mente que se escapa

La capacidad de pensar en lo que no está sucediendo es un logro cognitivo que tiene un costo emocional”.

        —Killingsworth & Gilbert, Science (2010).

El estudio que dio origen a esta frase es, a primera vista, una investigación empírica sobre la atención. Pero leído con detenimiento, es una radiografía de la conciencia moderna.

Matthew Killingsworth y Daniel Gilbert registraron miles de momentos en la vida diaria de más de dos mil personas, pidiéndoles que indicaran qué estaban haciendo, en qué pensaban y cuán felices se sentían. La conclusión es tan simple como perturbadora: una mente que divaga es, con frecuencia, una mente infeliz.

Durante casi la mitad del tiempo que estamos despiertos —46.9 %, según sus datos— no pensamos en lo que estamos haciendo. Estamos lavando los platos pero pensando en un correo pendiente, o caminando mientras revivimos una discusión. Esa distancia entre el presente y la atención parece ser el precio de la inteligencia humana: la mente capaz de imaginar, planificar o recordar es también la que se enreda en su propio ruido.

La frase central del estudio lo resume con una precisión casi poética:

Pensar en lo que no está sucediendo es un logro cognitivo que tiene un costo emocional”.

 Lo notable es que ese costo no depende del tema: incluso cuando pensamos en cosas agradables, somos menos felices que cuando estamos plenamente presentes.

La paradoja del pensamiento libre

Este hallazgo plantea una paradoja esencial. La capacidad de la mente humana para escapar del presente —anticipar el futuro, recrear el pasado, imaginar mundos posibles— es precisamente lo que nos ha permitido sobrevivir como especie.

La planificación, la memoria, la proyección, la ficción… todo ello nace de esa habilidad para estar “en otro lugar”.

Y sin embargo, lo que nos hizo evolucionar parece también desgarrarnos.

El pensamiento errante se convierte en una especie de lujo tóxico: el don que nos separa de la inmediatez animal, pero que nos condena a la ansiedad de todo lo que podría ser y no es.

Una mente libre, sí, pero no necesariamente en paz.

Killingsworth y Gilbert no lo dicen con estas palabras, pero su estudio podría leerse como un retrato de la mente contemporánea: saturada, distraída, crónicamente proyectada hacia lo que falta. La hiperconectividad no ha hecho más que amplificar esa tendencia ancestral. El presente se ha vuelto un punto de tránsito entre notificaciones, tareas y recuerdos, nunca una morada.

El costo del futuro

Ser conscientes tiene un costo. Y el costo de poder imaginar lo que no está sucediendo es sentir el peso de su ausencia.

Cada proyección mental, cada simulación de posibilidades, activa los mismos circuitos emocionales que la experiencia real. Pensar en un fracaso futuro o en un amor perdido no es solo reflexión: es vivencia duplicada del dolor.

A veces, el pensamiento no es una herramienta, sino una fuga.

Una fuga elegante, incluso brillante, pero fuga al fin.

Y aquí aparece la crítica más profunda: la mente humana, celebrada por su creatividad, por su capacidad de pensar “más allá”, parece haber olvidado el arte de habitar el ahora. Hemos desarrollado inteligencia sin desarrollar presencia.

Quizás la verdadera madurez cognitiva no consista en escapar más lejos, sino en aprender a regresar.

En un mundo que nos empuja a imaginar todo lo posible, pensar menos no sería un retroceso, sino una forma de cuidado.

Porque si la mente divaga casi la mitad del día, la pregunta no es cuánto pensamos, sino cuánto realmente vivimos.

¿Cuánta vida se nos va en los reinos del “y si”?

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