jueves, 16 de octubre de 2025
Kent Cigarettes y el micronite
miércoles, 15 de octubre de 2025
El lenguaje del desborde
En los códigos del habla, las malas palabras ocupan el margen: lo prohibido, lo vulgar, lo que debe reprimirse. Sin embargo, un estudio publicado en Social Psychological and Personality Science por David Stillwell, Gilad Feldman y colegas (2017) propone un giro inesperado: las personas que usan con mayor frecuencia lenguaje profano tienden a ser más honestas.
A primera vista, suena provocador, casi como un alegato contra la cortesía. Pero el hallazgo no es un mero anecdotario de laboratorio: combina tres niveles de evidencia empírica. En el primero, un grupo de 276 participantes completó escalas de honestidad mientras se analizaba su uso espontáneo de palabras obscenas. En el segundo, los investigadores examinaron miles de publicaciones de Facebook para identificar correlaciones entre el uso de profanidad y patrones lingüísticos asociados con el engaño. En el tercero, observaron una relación similar a nivel agregado: los estados norteamericanos donde la profanidad era más frecuente tendían a mostrar mayores niveles de integridad social, según indicadores públicos.
La conclusión, al menos estadísticamente, es incómoda: maldecir no es lo mismo que mentir. Y, a veces, quien no teme decir “mierda” tampoco teme decir verdad.
El valor del estudio no está solo en su resultado, sino en lo que sugiere sobre la naturaleza moral del lenguaje. Si lo obsceno y lo honesto pueden coexistir, entonces tal vez nuestra distinción entre palabra limpia y palabra sucia revela menos sobre ética y más sobre control social. Desde los primeros manuales de urbanidad, hablar “correctamente” ha sido una forma de disciplinar el cuerpo y la mente. Lo grosero se excluye porque desborda, porque no cabe en el molde civilizado. Pero ¿y si ese desborde fuese una forma de transparencia?
Profanidad y verdad
Decir una mala palabra implica romper un límite. Es un microacto de desobediencia. No es casual que surja cuando el lenguaje convencional se agota: el dolor, el asombro, la rabia o la alegría extrema empujan las palabras hacia los bordes. En ese borde, el lenguaje pierde su máscara.
No es que insultar vuelva a alguien virtuoso; es que el lenguaje desinhibido reduce la distancia entre emoción y palabra. Quien se permite hablar sin filtros suele tener menos espacio para la mentira, porque el mismo impulso que censura lo “inadecuado” es el que maquilla la intención. En cambio, quien dice lo que piensa, aunque suene brusco, conserva una forma primitiva de integridad verbal.
En ese sentido, la profanidad es también una resistencia contra la hipocresía lingüística: la que maquilla el discurso con eufemismos, protocolos o fórmulas vacías. Como si la cortesía bastara para reemplazar la ética.
El tono humano del lenguaje
El estudio de Feldman y sus colegas, con toda su base empírica, deja abierta una pregunta más profunda: ¿qué revela el lenguaje sobre nuestra relación con la verdad? Tal vez la honestidad no sea una virtud moral, sino una textura verbal: un modo de no traicionar la intensidad de lo que sentimos cuando lo decimos.
La corrección política, la neutralidad profesional y la retórica institucional han domesticado el habla al punto de hacerla casi irreconocible. En ese paisaje higienizado, las malas palabras pueden sonar como una herejía necesaria, un recordatorio de que la autenticidad también tiene saliva, respiración y rabia.
No se trata de glorificar la grosería, sino de entender que el lenguaje real nace donde la emoción y el pensamiento aún no se han separado. Allí, en ese punto de fusión, lo honesto puede ser torpe, pero nunca falso.
Quizá por eso, cuando alguien jura, grita o maldice desde el fondo del pecho, lo que escuchamos no es solo una palabra indebida: es el eco de algo que no pudo decirse de otro modo.
Y la pregunta que deja en el aire no es moral, sino radicalmente humana: ¿De qué sirve cuidar tanto nuestras palabras si al hacerlo perdemos el único registro verdadero de lo que somos?
martes, 14 de octubre de 2025
14 de octubre: las raíces del tiempo
El 14 de octubre no es solo una fecha. Es una raíz. Un punto donde el tiempo se entrelaza con la historia, con la tierra y con los seres que la habitan. Ese día, en 1961, nació mi padre. Y mientras el mundo giraba con la misma indiferencia de siempre, en algún rincón del Perú la vida abría una nueva flor. Crecería rodeado de plantas, como si la naturaleza le hubiera enseñado desde temprano que lo esencial no se conquista: se cultiva.
Cada año, cuando llega esta fecha, me gusta mirar hacia atrás, como quien observa los anillos de un árbol. Cada uno cuenta algo del clima que lo formó: los años secos, los generosos, los de tormenta. Y así, en los anillos de la historia, encuentro huellas que dialogan con su vida.
En 1888, el mundo filmaba su primera película, La escena del jardín de Roundhay. Qué ironía que la primera imagen en movimiento sea precisamente un jardín: un trozo de naturaleza capturada en la luz. Desde entonces, la humanidad no ha dejado de registrar su deseo de permanencia, su miedo a desaparecer. Pienso en mi padre y en cómo detiene el tiempo observando el crecimiento lento de una hoja nueva; cómo hay en su mirada una forma de resistencia, una manera de cuidar lo que no se puede repetir.
Cuatro años después, en 1892, Arthur Conan Doyle publicaba Las aventuras de Sherlock Holmes. Nacía la mirada minuciosa, la que observa lo que otros pasan por alto. Esa atención al detalle —ese arte de ver lo pequeño para comprender lo inmenso— también lo aprendí de él. De niño me enseñó que una planta nunca crece igual dos veces, que cada hoja tiene su lenguaje. En su jardín, la paciencia era método, y la curiosidad, brújula. Tal vez por eso siempre me ha parecido que los verdaderos detectives no investigan crímenes, sino misterios naturales.
En 1947, Chuck Yeager rompía la barrera del sonido. El aire se partía por primera vez ante el impulso humano de ir más allá. Fue un gesto audaz, casi irracional, pero profundamente humano. Mi padre también desafió sus propias barreras, no con velocidad, sino con constancia. Su vuelo fue silencioso, hacia adentro. No buscó romper récords, sino comprender el ritmo de la tierra. En eso, su grandeza se parece más a la de una raíz que a la de un avión.
Luego vino 1961, el año en que él nació. La Tierra seguía girando, la Guerra Fría trazaba sus fronteras, y el mundo parecía estar siempre al borde de algo. Pero en un rincón del Perú, un hombre comenzó su vida al margen de esas tensiones, aprendiendo de los árboles el arte de la espera. Lo recuerdo cuidando sus plantas, hablando de ellas como si fueran personas, agradeciéndoles la sombra y la compañía. Su jardín no era un adorno: era una lección diaria de humildad, de equilibrio entre dar y recibir.
Y así llegamos a 2023, cuando el cielo regaló un eclipse solar anular visible en gran parte de América. La luz y la sombra se encontraron en un anillo perfecto, recordándonos que todo lo vivo depende de ambos. Ese día, pensé en él otra vez: en cómo ha sabido convivir con la sombra sin perder la luz, en cómo su amor por las plantas es una forma de gratitud hacia lo que no se ve.
Cada 14 de octubre me enseña que la historia no se mide por las batallas ni los inventos, sino por la manera en que alguien, en su pequeño rincón del mundo, cuida una semilla, riega el silencio y deja que la vida haga el resto.
Mi padre nació el mismo día en que tantas cosas cambiaron, pero su lección es simple y eterna: que crecer no es conquistar, sino comprender.
lunes, 13 de octubre de 2025
David Lynch sobre 'Ideas'
Las ideas son como los peces. Si quieres pescar peces pequeños, puedes quedarte en aguas poco profundas. Pero si quieres pescar peces grandes, tienes que ir a mayor profundidad. En el fondo, los peces son más poderosos y puros. Son enormes y abstractos. Y son hermosos.
domingo, 12 de octubre de 2025
1492: El año en que el mundo se partió en dos
Imagen de Espacio abierto. |
Dussel sostiene que la modernidad nació en América, no en Europa, y que su mito de progreso se erige sobre la violencia colonial. Mientras Europa se pensaba a sí misma como el centro racional y civilizador, negaba la humanidad de los pueblos que no encajaban en su relato. El “otro” fue convertido en objeto de redención o exterminio, según lo exigieran las circunstancias. La modernidad, por tanto, no es la superación del mito, sino su versión más sofisticada.
Beatriz Pastor, en El discurso narrativo de la conquista de América, muestra cómo esa negación se articuló en el lenguaje. Los cronistas españoles no solo contaron la conquista: la narraron desde una lógica teológica y épica que borró toda voz disonante. El “indio” se volvió personaje, no sujeto. La escritura europea dio forma al silencio americano. En esa operación discursiva se fundó una epistemología: la historia como relato de los vencedores. Lo que Pastor llama “la colonización de la palabra” sigue siendo una de las heridas más persistentes de nuestra cultura.
En Visión de los vencidos, Miguel León Portilla intenta restituir esas voces. A partir de los testimonios náhuatl, reconstruye el desconcierto y la devastación de los pueblos originarios ante la irrupción europea. Su mérito no radica en ofrecer una “versión indígena”, sino en revelar la profundidad humana del trauma. Los relatos hablan de presagios, de signos, de destrucción. No hay épica, solo pérdida. Esa diferencia es fundamental: mientras la narrativa europea celebra el comienzo de la historia moderna, la indígena recuerda el inicio del olvido.
Fernando Mires, en En el nombre de la cruz, explica que la empresa colonial no habría sido posible sin el revestimiento teológico de la conquista. La cruz funcionó como tecnología simbólica del poder: legitimó la violencia al presentarla como misión espiritual. Europa no solo expandió sus territorios, sino también su Dios. El cristianismo se volvió estructura imperial. De allí la lucidez amarga de Galeano cuando escribe:
“Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: ‘Cierren los ojos y recen’. Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia”.
Galeano no escribe historia, pero ilumina su trasfondo. Su frase encierra una verdad que los tratados académicos apenas rozan: el colonialismo fue, antes que una empresa militar o económica, un proyecto ontológico. En 1492, los pueblos originarios no solo perdieron tierras, sino también el derecho a definir lo real. “En 1492,” escribe, “los nativos descubrieron que eran indios, descubrieron que vivían en América, descubrieron que estaban desnudos, descubrieron que existía el pecado.” El acto de descubrir fue, en realidad, el acto de imponer categorías: el nacimiento del “indio” como identidad fabricada.
Walter Mignolo retoma esa idea en La idea de América Latina, al afirmar que la colonialidad no terminó con la independencia política. Persiste como matriz de poder que define qué saberes cuentan como válidos, qué lenguas son civilizadas y qué memorias merecen ser recordadas. La herida colonial no es un vestigio del pasado, sino una estructura que sigue organizando el presente. Por eso, pensar 1492 no es un ejercicio arqueológico, sino una tarea política: implica revisar los fundamentos del conocimiento, del Estado, de la propia noción de humanidad.
Severo Martínez Peláez, en La patria del criollo, analiza cómo las élites latinoamericanas heredaron el orden colonial y lo perpetuaron. La independencia no significó una ruptura con la lógica de la dominación, sino su internalización. Los criollos sustituyeron al conquistador, pero conservaron su mirada. El “otro” —el indígena, el mestizo, el pobre— siguió siendo el mismo cuerpo sobre el cual se construyó el mito de la nación. Así, la herida de 1492 se volvió constitutiva de nuestra identidad.
Edmundo O’Gorman, en La invención de América, nos advierte contra la idea de un continente que “esperaba ser descubierto”. América, dice, no existía antes de ser nombrada, pero ese acto de invención fue también una forma de aniquilación simbólica. Inventar a América fue borrar sus mundos previos, reducirlos a la categoría de “naturaleza”, a lo que debía ser dominado y explicado. Esa invención es, hasta hoy, el espejo donde Occidente se mira para reconocerse.
En este entramado de interpretaciones, la frase de Galeano resuena como un epitafio moral:
“En América todos tenemos algo de sangre originaria. Algunos en las venas y otros en las manos”.
La sangre, en su metáfora, no es solo genealogía; es responsabilidad. Habitar este continente implica asumir la memoria de lo que se perdió y lo que se hizo perder.
El 12 de octubre no debería conmemorarse como el día del encuentro entre dos mundos, sino como la fecha en que uno de ellos fue interrumpido. Lo que llamamos “descubrimiento” fue, en realidad, el inicio de una larga pedagogía del olvido.
sábado, 11 de octubre de 2025
Yuri Knórozov: el hombre que escuchó hablar a las piedras
Esa hipótesis —tan simple como revolucionaria— cambió para siempre la comprensión del mundo precolombino. Knórozov abrió un camino que transformó la arqueología en filología, y la filología en algo casi místico: un diálogo con el tiempo. Pero su descubrimiento no fue recibido con gratitud. En Occidente, muchos lo desestimaron. El influyente arqueólogo británico J. Eric S. Thompson defendía que los glifos eran solo decoraciones religiosas, incapaces de contener lenguaje. La guerra fría hizo el resto: ¿cómo podía tener razón un científico soviético, aislado tras el Telón de Acero, cuando toda la tradición académica americana le negaba credibilidad?
Knórozov respondió con silencio. Dejó que su método hablara. Poco a poco, los investigadores comprobaron que sus lecturas eran correctas, que los signos tenían sonido, ritmo, nombre. Entre los primeros en reconocerlo estuvo Michael D. Coe, profesor de Yale, quien lo llamó “uno de los mayores logros intelectuales del siglo XX”. Lo que comenzó como una sospecha marginal se convirtió en una verdad arqueológica: los mayas habían dejado un lenguaje, y Knórozov lo había devuelto al mundo.
Su figura, sin embargo, nunca perdió ese halo de rareza entrañable. Decía que su gata Asya era su verdadera colaboradora y exigía que su nombre apareciera en los artículos. Cuando los editores la suprimían, se indignaba. Esa anécdota, entre tierna y excéntrica, resume su humanidad: un hombre que se enfrentó a la rigidez académica con la misma obstinación con que descifró glifos, un sabio que trabajaba no por fama ni fortuna, sino por comprensión.
Knórozov murió sin el ruido de la gloria, pero su obra trascendió cualquier frontera. En Rusia y en Centroamérica, su nombre es recordado con respeto, no solo como el hombre que descifró la escritura maya, sino como quien enseñó que la ciencia también puede ser un acto de humildad.
Hay algo profundamente simbólico en su destino: un extranjero que escuchó un idioma ajeno y lo entendió mejor que nadie. Su genio no fue solo filológico, fue moral. Nos recordó que la verdad no tiene patria, que la inteligencia puede florecer en el aislamiento, y que a veces el conocimiento —como una civilización dormida— solo necesita que alguien tenga la paciencia de escuchar.
viernes, 10 de octubre de 2025
Leer ya no es hábito, es resistencia
El cruce de esas líneas, alrededor de 2010, marca simbólicamente un punto de inflexión. Ese fue el momento en que las pantallas comenzaron a colonizar el tiempo libre y el ocio dejó de ser silencio o contemplación para convertirse en consumo continuo.
No se trata solo de jóvenes ni de Estados Unidos. Es una curva que atraviesa a toda la sociedad: leer ya no es una práctica de placer ni de expansión interior, sino una actividad “excepcional”. El tiempo que antes era un espacio de lectura —el autobús, la noche, la espera, el vacío— se llenó de ruido, notificaciones, microcontenidos.
Leer “casi todos los días” implicaba una disciplina invisible: sostener la atención, dialogar con un texto, dejar que algo nos cambie. Pero hoy el presente exige inmediatez: leer sin recompensa instantánea parece inútil.
El resultado es esta paradoja contemporánea: tenemos acceso a más información que nunca, pero somos cada vez menos capaces de convertirla en conocimiento.
No es casualidad que el declive de la lectura coincida con el auge del “scroll infinito”: desplazarse sin pensar, sin pausa, sin digestión cognitiva. El acto de leer, en cambio, pide lo opuesto: quedarse quieto, demorar, dudar, rumiar.
Si los datos del gráfico fueran los signos vitales de una cultura, el diagnóstico sería claro: estamos perdiendo la capacidad de demorarnos, de leer el mundo con lentitud.
jueves, 9 de octubre de 2025
Leer en declive: una crisis más profunda que el hábito
Que aparezca un artículo del Financial Times que advierte del declive de la lectura en ambientes académicos no es noticia para los observadores atentos: es síntoma. Síntoma de algo más profundo: del debilitamiento del acto de pensar, de la erosión de la atención, de la emergencia de un mundo donde el tiempo dedicado al pensamiento libre se reduce a fragmentos fugaces.
Leer no es solo decodificar letras y absorber datos. Leer es conversación rebelde; es abrir una grieta en el presente. Cuando desaparece la lectura densa, muere esa posibilidad de interrogar lo ya dado, de sostener el silencio interno, de resistir la superficialidad.
La advertencia académica no habla solo de escuelas ni de generaciones jóvenes: habla de nosotros mismos, de nuestra época. Si leer se convierte en práctica residual, perdemos algo esencial: la condición de sujeto pensante.
Porque el riesgo no es que no podamos consumir libros, sino que dejemos de darles lugar en nuestra vida. De que leer pase a ser un objeto nostálgico —“yo leía antes”—, en vez de una herramienta viva.
La lectura fuerte —esa que exige atención, esfuerzo, desaceleración— se confronta hoy con múltiples enemigas: la distracción constante, el scroll sin fin, el valor que asignamos a lo inmediato, lo urgente y lo superficial. Nos han vendido que leer mucho es para pocos; que leer lento es viejo; que leer sin retorno inmediato es inútil.
Pero como dijiste alguna vez, el pensamiento existe en esa distancia entre lo que leemos y lo que nos obliga a cambiar. Y si esa distancia se estrecha demasiado —si todo se vuelve lectura rápida, fragmentaria, sin descanso—, lo que muere no es solo el hábito de leer, sino el espacio donde emerge el pensamiento profundo.
Este declive no es casual ni inocente. Responde a una lógica de mercado, de eficiencia, de consumo rápido, donde todo debe devolver algo inmediatamente: likes, datos, rendimiento. Leer es “inutilidad” en ese medidor funcional. Pero ahí está su fuerza: su capacidad de ser tiempo improductivo que subvierte el mundo productivo.
Leer cuando casi nadie lee es un acto de resistencia. Es conservar la posibilidad de estar ausente del ruido, de trazar líneas que no son evidentes, de dialogar con voces muertas, de proyectar pensamientos que aún no tienen cabida. Es crear una isla interior donde el mundo no dicte cada sentido.
miércoles, 8 de octubre de 2025
Entre la risa y el crimen: el poder subversivo de un meme
A primera vista, la imagen parece inofensiva. Tres personajes de apariencia infantil, dibujados con la dulzura característica del anime, participan de una escena campestre: plantar una semilla, cuidar la tierra, aprender algo del ciclo natural. Pero el texto superpuesto rompe de inmediato con esa atmósfera tierna:
“Recuerden que al enterrar un cuerpo, planten una especie protegida encima para que sea ilegal desenterrarlo”.
La frase, tan absurda como ingeniosa, subvierte por completo el sentido de la escena. Lo que era una lección ecológica se transforma en una guía criminal. El humor surge del contraste radical entre la imagen y el mensaje: la inocencia visual y la brutalidad textual colisionan, generando una risa incómoda, una mezcla de sorpresa y transgresión.
El meme, en este caso, no busca glorificar la violencia ni provocar gratuitamente. Su potencia reside en la ironía estructural que lo sostiene: convierte la legalidad en complicidad, la ecología en cómplice del crimen, y la moral en un objeto intercambiable. El consejo “planten una especie protegida” ridiculiza nuestra lógica burocrática: la ley, en su intento de proteger la vida, puede terminar encubriendo la muerte. En ese pliegue, el humor encuentra su filo.
En términos simbólicos, la escena puede leerse como una metáfora de la hipocresía contemporánea. Vivimos en un tiempo en el que los gestos éticos o “verdes” conviven con estructuras profundamente corruptas. Plantar una especie protegida sobre un cadáver se asemeja a esas prácticas institucionales que maquillan los daños con discursos morales o ecológicos. Se destruyen ecosistemas mientras se inauguran parques temáticos sobre sostenibilidad; se precariza el trabajo mientras se celebran campañas de bienestar. El meme, con su simpleza, desnuda esa lógica: enterrar el problema y cubrirlo con algo bonito o legalmente intocable.
Desde lo formal, su efectividad es impecable. Dos imágenes, dos líneas de texto, y una historia completa. La economía narrativa del meme es brutalmente precisa: plantea un conflicto, una solución y una crítica social implícita. Es, en el fondo, un microrelato de humor negro, donde la ironía es la forma más refinada del pensamiento. El recurso del “consejo práctico” —una estructura típica de las redes— se convierte aquí en una trampa moral. El lector, sin quererlo, participa del crimen: sonríe, comprende la lógica y se deja arrastrar por ella.
Esa es quizá la dimensión más interesante del meme: nos hace cómplices de su absurdo. Al reír, reconocemos la lucidez del ingenio, pero también la incomodidad de sabernos dentro de una cultura donde la trampa se confunde con la inteligencia. No nos reímos del crimen, sino de la estrategia. Es una risa que desvela algo oscuro del presente: la astucia ha reemplazado a la ética como signo de éxito.
En última instancia, el meme es una pieza de humor negro que opera como espejo cultural. Nos muestra que la frontera entre lo correcto y lo útil se ha vuelto difusa, que la ley puede ser burlada con la misma lógica con la que se la crea. Y que el ingenio —esa virtud que admiramos— puede fácilmente volverse cómplice de la indiferencia moral.
Por eso, su ironía es tan potente: porque bajo el disfraz de una broma, revela una verdad inquietante. No se trata de enterrar cuerpos, sino de cómo la sociedad entierra sus contradicciones bajo una capa de buenas intenciones. Plantamos causas nobles encima de los problemas para que nadie los desentierre. Y mientras tanto, seguimos riendo.
martes, 7 de octubre de 2025
La distancia entre pensar y ser
“Es muy fácil pensar las cosas; pero es muy difícil serlas”.
Entre una idea y una existencia se abre un abismo. Nietzsche lo sabía. Pensar —como escribir, como opinar— puede hacerse sin riesgo, desde la comodidad del lenguaje o el anonimato de la multitud. Ser, en cambio, implica comprometer el cuerpo, la voluntad, la vulnerabilidad. Lo primero es una operación mental; lo segundo, un modo de estar en el mundo.
El pensamiento, cuando no se encarna, se vuelve una sombra elegante. Por eso Nietzsche desconfiaba de los filósofos de gabinete, de aquellos que hablaban de virtud mientras vivían sin ella, de quienes disertaban sobre la verdad sin soportar el peso de ser veraces. Para él, la filosofía no era un sistema de ideas sino una forma de vida. “El valor de un pensamiento se mide por cuánto se ha sufrido por él”, escribió.
Ser lo que se piensa es una tarea ardua. No basta con tener razón; hay que tener fuerza. En Así habló Zaratustra, el profeta no predica una doctrina, sino una transformación: “Yo os enseño el superhombre”, dice, “el que se supera a sí mismo”. No se trata de acumular pensamientos, sino de devenir aquello que se piensa, de dejar que las ideas atraviesen la carne hasta transformarla.
En ese sentido, la frase —“es muy fácil pensar las cosas; pero es muy difícil serlas”— podría leerse como una advertencia contra la hipertrofia de la reflexión contemporánea. Vivimos en un tiempo saturado de discursos lúcidos y cuerpos vacíos. Todos opinan, pocos encarnan. La coherencia se ha vuelto un lujo casi anacrónico.
Nietzsche intuía el peligro: cuando el pensamiento se separa de la vida, el hombre se fragmenta. Surge entonces el tipo que él más despreciaba: el “último hombre”, satisfecho, prudente, incapaz de crear o destruir. Un ser que ha sustituido la experiencia por el comentario, la acción por la opinión, el vivir por el pensar.
Pensar es cómodo porque no obliga a exponerse. Ser, en cambio, exige atravesar la incomodidad de lo real. La diferencia entre ambos —esa distancia entre cosa y yo— es la zona donde se decide la autenticidad. El pensamiento puro puede brillar, pero sólo la vida lo valida.
La filosofía de Nietzsche no busca verdades absolutas sino congruencia vital. Por eso él caminaba mientras pensaba, dejaba que el cuerpo respirara la idea. La escritura era para él una consecuencia del movimiento, no un sustituto. Cuando afirmaba “hay que tener un caos dentro para dar a luz una estrella danzarina”, no hablaba de desorden intelectual, sino de una fuerza interior que lucha por dar forma a lo que se piensa.
Si trasladamos esa mirada a nuestro presente, el abismo entre pensar y ser se ha ensanchado. Las redes sociales, la cultura de la imagen y la inmediatez del discurso público han convertido las ideas en accesorios. Se declaran principios, causas, identidades, sin pagar el precio de sostenerlos con la vida. Todo pensamiento se pronuncia; pocos se practican.
Y sin embargo, pensar sigue siendo necesario. Lo que Nietzsche exige no es dejar de pensar, sino dejar de pensar sin consecuencias. Que las ideas duelan, que comprometan, que obliguen a una metamorfosis. Pensar no como ejercicio estético, sino como acto ético.
Ser lo que se piensa es un ideal casi imposible, pero en esa imposibilidad reside su valor. Cada intento de reducir la distancia entre pensamiento y existencia nos vuelve un poco más íntegros, más reales, más humanos.
En tiempos en que todo se dice y casi nada se vive, quizás la mayor revolución no sea pensar distinto, sino vivir de acuerdo con lo que ya pensamos.
¿Hasta qué punto nuestras ideas nos transforman… o sólo nos sirven para fingir que lo hemos hecho?
lunes, 6 de octubre de 2025
Procusto o la anatomía de la envidia
En la mitología griega, Procusto era un posadero del camino de Mégara a Atenas. Tenía dos camas: una corta y otra larga. A los viajeros altos los mutilaba para que cupieran en la pequeña; a los bajos los estiraba violentamente para adaptarlos a la grande. La medida nunca era el cuerpo, sino el lecho. Y el castigo no era por hacer el mal, sino por ser distinto.
Cuando Teseo lo encuentra en su travesía, devuelve la violencia al violento: obliga a Procusto a acostarse en su propia cama. Así, el héroe no sólo lo derrota, sino que lo confronta con la regla que impuso a los demás. Es la justicia mítica de quien desarma al envidioso con su propio instrumento.
Psicológicamente, la envidia extrema busca restablecer una falsa igualdad: si no puedo alcanzar al otro, debo rebajarlo hasta mi nivel. Así, lo mutilo simbólicamente —desacreditándolo, silenciándolo, ridiculizándolo— para no enfrentar mi propia falta. En ese sentido, Procusto no actúa por maldad consciente, sino por fragilidad del yo. Su violencia es defensa de su inseguridad.
En Todo Muere, la novela de Juan Gómez-Jurado, el mito de Procusto reaparece como alusión oscura: un nombre que evoca la crueldad sistemática de quien impone su norma a costa de los demás. Es interesante cómo el mito pervive en la cultura popular contemporánea, no como reliquia, sino como arquetipo de poder. Cada vez que un sistema expulsa a los que destacan o premia la conformidad, revive a Procusto.
Teseo, en cambio, encarna la otra respuesta: la de quien no teme a la excelencia, la que destruye la norma que mata. Su victoria no es sólo física; es ética. Liberar el camino de Procusto es liberar la posibilidad de que cada uno encuentre su propia medida sin miedo a sobresalir.
El mito, entonces, no habla sólo de violencia, sino de mediocridad institucionalizada. Allí donde la envidia se vuelve norma, florece la mutilación simbólica: del pensamiento original, del arte incómodo, de la voz distinta. Resistir al Procusto interior y al Procusto social es, en última instancia, defender la diversidad humana.
domingo, 5 de octubre de 2025
sábado, 4 de octubre de 2025
El arte de volver a preguntar
Lo interesante de hacerte nuevas preguntas es reconocer que hay respuestas actuales que necesitan cambiar de dirección.
Preguntar también sirve para eso: para movernos de lugar.
viernes, 3 de octubre de 2025
jueves, 2 de octubre de 2025
El presente que no llega
Paradoja posmoderna:
el presente es tan inmediato que no llega a suceder.
¿Y si lo que llamamos “vivir el momento” no fuera otra cosa que perderlo sin darnos cuenta?
miércoles, 1 de octubre de 2025
El arte de aburrirse
Nos enseñaron que el aburrimiento es un enemigo: que hay que llenarlo con pantallas, tareas, distracciones.