Pensar en serio es un acto peligroso. No por lo que pueda descubrir, sino por lo que puede desarmar. En un tiempo que celebra la eficiencia y desconfía del silencio, imaginar mundos distintos se ha vuelto un gesto casi subversivo. Pero pensar —de verdad pensar— es justamente eso: detener la maquinaria del presente para preguntar si sus cimientos son tan firmes como parecen.
Imaginar un mundo completamente gobernado por la ciencia puede sonar a utopía. Un orden perfecto, sin errores, donde todo fenómeno es predecible y cada decisión, racional. Sin embargo, si se cumple al pie de la letra, ese sueño empieza a mostrar su grieta. Porque un mundo sin error también sería un mundo sin descubrimiento, sin ensayo, sin imaginación. La ciencia —esa herramienta que tanto admiramos— no nació del control absoluto, sino de la duda y del tropiezo. Su mayor avance siempre ha venido de una pregunta mal formulada o de un experimento que no salió como se esperaba.
Ahí reside la paradoja: la perfección nos promete seguridad, pero nos arrebata el impulso de crear. El error, en cambio, nos recuerda que aún hay caminos abiertos. Y en ese margen incierto entre lo que entendemos y lo que no, se sostiene nuestra humanidad.
Pensar con profundidad no es construir certezas, sino aceptar que todo conocimiento tiene un borde borroso. En un tiempo que confunde complejidad con debilidad, defender la duda es un acto de coraje.
Quizás el mayor riesgo de pensar en serio no sea equivocarse, sino descubrir que el error es lo único que nos mantiene vivos.
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