Imaginemos un mundo donde cada decisión —desde la siembra de un grano hasta la firma de una ley— fuera guiada exclusivamente por la ciencia. No por ideologías, no por emociones, no por intereses, sino por datos, modelos predictivos, ecuaciones de optimización y evidencia empírica. Un planeta sin azar político ni subjetividad moral, donde la razón calculadora ocupara el lugar del juicio humano.
Pero en ese mismo instante, algo esencial se perdería: la imperfección que nos hace humanos.
Si la ciencia lo controlara todo, la vida se parecería más a una simulación que a una experiencia. La política dejaría de ser un debate para volverse un protocolo. La justicia sería una fórmula sin misericordia. La agricultura dejaría de tener estaciones: la naturaleza sería programada para obedecer. Las ciudades se diseñarían con la precisión de un experimento de física aplicada, pero sin lugar para la sorpresa, el error o el arte.
Tal vez en ese futuro perfecto no habría guerras ni hambre, pero tampoco habría poesía. Los algoritmos podrían escribir versos impecables, pero carecerían del temblor que nace de una pérdida o de un deseo. Podríamos optimizar la vida, pero no necesariamente vivirla.
La agricultura, por ejemplo, alcanzaría niveles de precisión absoluta. Cada planta germinaría en condiciones controladas, cada suelo sería nutrido con exactitud molecular. No habría plagas ni sequías, pero tampoco la emoción de la espera ni el misterio de una cosecha. Lo natural se volvería artificialmente perfecto.
En economía, las desigualdades se reducirían drásticamente; los flujos de capital serían administrados por modelos predictivos que evitarían crisis. Sin embargo, ¿qué haríamos con el deseo humano de más, con la ambición, con la envidia? La ciencia podría calcular la equidad, pero no erradicar la comparación. Lo “justo” sería una fórmula; la felicidad, un índice de rendimiento.
El derecho, bajo control científico, aplicaría la justicia sin sesgos, pero también sin compasión. La culpabilidad se mediría en probabilidades estadísticas. Nadie sería inocente o culpable, solo más o menos responsable según los datos. Las sentencias serían exactas, pero ¿dónde quedaría el perdón?
En política, la democracia desaparecería. No por autoritarismo, sino por inutilidad: ¿para qué votar si los algoritmos pueden decidir qué es lo mejor para todos? El liderazgo sería reemplazado por la gestión técnica. Los gobernantes serían ingenieros de sistemas, no visionarios. El disenso sería reemplazado por la simulación de escenarios, la protesta por una actualización de parámetros.
El medio ambiente, bajo dominio científico, sería restaurado con precisión quirúrgica. Los océanos descontaminados, los bosques replantados, la atmósfera estabilizada. Pero quizá ya no existiría el concepto de naturaleza: todo sería gestionado, controlado, anticipado. La belleza dejaría de ser un misterio para convertirse en una función reproducible.
La ciencia, en su forma más pura, no busca dominar el mundo sino entenderlo. El peligro no está en la ciencia, sino en creer que puede reemplazarlo todo. La racionalidad absoluta, llevada al extremo, termina siendo tan ciega como la fe absoluta. Lo que mantiene a la humanidad en equilibrio no es solo su capacidad de medir, sino también de imaginar, de dudar, de sentir.
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