Imagina un mundo donde todo funciona. Donde la ciencia gobierna cada aspecto de la vida: desde la agricultura que produce sin desperdicio, hasta la justicia que nunca se equivoca; desde la política guiada por algoritmos infalibles, hasta el clima bajo control. Un mundo exacto, previsible, pulcro.
Un mundo sin error.
Sería tentador. Después de todo, los errores son los que nos duelen. El hambre, la desigualdad, la enfermedad, las guerras, todos nacen —al menos en parte— de la falta de conocimiento o del mal uso de él. Si la ciencia pudiera garantizar la solución definitiva a cada uno de esos males, ¿quién no desearía entregarle las llaves del futuro?
Pero algo profundo se quebraría en ese acto de rendición. Porque el error, lejos de ser un defecto, es el motor secreto del pensamiento humano. Sin él, no hay descubrimiento posible. Cada avance científico ha sido, en su origen, una rectificación: una corrección sobre un error anterior. El método científico no elimina la falla; la honra. La convierte en su herramienta más poderosa.
La historia de la ciencia está escrita con tachaduras. Newton erró antes de comprender el movimiento; Darwin dudó antes de formular la evolución; Curie se intoxicó persiguiendo un elemento que no entendía del todo. No buscaron certezas inmediatas, sino sentido en el fracaso. De ahí brotó la belleza de su obra.
La perfección, en cambio, esteriliza. Un mundo donde nada puede fallar sería también un mundo donde nada puede crecer. Porque la imaginación —ese impulso que nos permite inventar lo que aún no existe— nace del roce con el límite, del tropiezo, del vacío que nos deja el error. Cuando todo está resuelto, no hay espacio para el asombro.
Incluso la naturaleza, que la ciencia estudia con devoción, prospera gracias a la imperfección. Las mutaciones —esos “errores” en el ADN— son la fuente de la diversidad y la evolución. Si la vida hubiera sido perfectamente estable, el mundo seguiría habitado por organismos idénticos, inmóviles, sin historia. La belleza del bosque, del coral, del rostro humano, es el resultado de millones de errores afortunados.
Por eso, cuando soñamos con un mundo gobernado por la ciencia, debemos recordar que su fuerza no está en la eliminación del error, sino en su transformación. La ciencia no busca la infalibilidad: busca comprender, adaptarse, rehacer. Su verdadero poder es reconocer que el conocimiento es siempre provisional, que todo descubrimiento es un peldaño, no una cima.
La utilidad del error, entonces, es doble: nos enseña humildad y nos empuja hacia la creación. Nos recuerda que lo perfecto no inspira; lo imperfecto, sí. Que solo el que se equivoca tiene algo que aprender. Y que solo el que aprende puede cambiar.
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