Oscar Wilde escribió alguna vez que “la experiencia es simplemente el nombre que los hombres dieron a sus errores”. En esa ironía se condensa una de las verdades más incómodas —y más necesarias— de la ciencia.
Los científicos no avanzan a pesar del error, sino a través de él. Cada resultado inesperado, cada dato fuera de lugar, cada hipótesis que se derrumba, es una grieta por donde entra la luz del descubrimiento. La ciencia no es una línea recta hacia la verdad, sino una sucesión de tropiezos documentados con precisión.
Cuando uno trabaja en algo que nadie ha hecho antes —cuando no existen protocolos, ni referencias, ni certezas— el error se convierte en compañía constante. No es un obstáculo, es un lenguaje: el modo en que la naturaleza responde cuando le preguntamos algo de la forma incorrecta.
Con el tiempo, esa acumulación de desaciertos toma otro nombre: experiencia. No porque hayamos dejado de fallar, sino porque aprendimos a escuchar el significado profundo del fracaso. Wilde, sin proponérselo, describió con exactitud el corazón del método científico: una práctica sostenida de humildad ante lo desconocido.
Errar, en ciencia, no es perder el rumbo. Es comprobar que todavía estamos explorando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario