En los últimos años, especialmente en redes sociales, ha circulado un término con un aire de misterio: los registros akáshicos. Según la tradición esotérica, se trataría de una especie de biblioteca universal donde estaría almacenada toda la información del universo y de nuestras vidas pasadas, presentes y futuras. La imagen es poderosa: un archivo infinito de memorias al que, en teoría, podríamos acceder. Sin embargo, no hay evidencia científica de que exista algo así.
La ciencia, en cambio, nos ofrece registros más tangibles, más cercanos y, paradójicamente, aún más asombrosos. El primero lo llevamos dentro de cada célula: el ADN.
El titiritero y sus hilos
Podemos imaginar al ADN como un titiritero silencioso. No se mueve, no actúa, no reacciona directamente. Pero guarda en su secuencia las instrucciones para que la obra de la vida comience. Sus “hilos” son las proteínas, que se forman a partir de esas instrucciones y son las que realmente mueven el escenario celular. Catalizan reacciones, transportan moléculas, forman estructuras, transmiten señales. La célula es un teatro dinámico: el guion está escrito en el ADN, pero la interpretación depende de las proteínas que dan vida a cada acto.
En este sentido, el ADN es un registro auténtico: lleva inscrita la memoria de millones de años de evolución. Cada mutación, cada duplicación, cada fragmento heredado de nuestros ancestros es una página más de esta crónica biológica. Charles Darwin, sin conocer aún la molécula de la herencia, intuyó con claridad que la vida compartía un origen común. Hablaba del “árbol de la vida”, una metáfora que hoy sabemos que tiene sus raíces en la secuencia genética. Si los místicos buscaban un archivo cósmico, Darwin nos mostró que ya teníamos uno: la historia de la vida escrita en nuestro propio ser.
El registro del cosmos
Pero no todo está en lo microscópico. El universo también guarda memoria. La radiación cósmica de fondo es, literalmente, una fotografía del cosmos recién nacido, una huella fósil de cómo era apenas 380,000 años después del Big Bang. Ese murmullo de microondas que aún podemos detectar con antenas es un registro universal auténtico: un eco de luz que cuenta cómo surgieron las primeras estructuras cósmicas.
Carl Sagan, con su talento para traducir la ciencia en poesía, solía recordar que “somos polvo de estrellas”. Y no se trataba de un recurso literario: es una verdad física. Los átomos de nuestro cuerpo se forjaron en hornos estelares hace miles de millones de años. Así, tanto el ADN que guardamos en lo íntimo de nuestras células como la radiación que envuelve el cosmos son dos registros complementarios. Uno nos conecta con la historia de la vida en la Tierra; el otro, con la historia del universo entero.
Más allá de la metáfora
Los registros akáshicos pueden sonar inspiradores, pero no necesitamos recurrir a archivos invisibles para maravillarnos. La ciencia nos ofrece archivos reales, escritos en códigos distintos: las bases nitrogenadas del ADN, los patrones de luz en el firmamento. La memoria de la vida y la memoria del cosmos existen, y están abiertas a quien quiera aprender a leerlas.
Quizá la verdadera diferencia es que, en lugar de ser lectores pasivos, también somos autores. Nuestros actos dejan huella en los genes de las futuras generaciones y en el destino del planeta. Si el ADN es un titiritero y las proteínas los hilos que mueven la danza celular, nosotros, como especie consciente, tenemos en nuestras manos el poder de reescribir parte de esa obra.
Darwin nos enseñó a ver la continuidad de la vida; Sagan, a sentir que pertenecemos al cosmos. Entre ambos, nos dejan un mensaje: los verdaderos registros no están en el éter, sino en la materia y la energía que nos constituyen. Y en ellos, cada uno de nosotros es, al mismo tiempo, lector y escritor de la gran historia de la vida.
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