Cuando la cooperación científica se queda en lo descriptivo
En investigación solemos repetir la idea de que “el trabajo en equipo multiplica los resultados”. Suena bien, pero en la práctica no siempre ocurre así. No basta con sumar manos, informes o tablas llenas de cifras. La ciencia no se construye con pedazos aislados: se sostiene sobre un hilo fino que conecta el diseño experimental, la ejecución, la evaluación y la interpretación. Cuando ese hilo se rompe, lo que queda son datos sin brújula.
Pensemos en un caso común: un evaluador que registra síntomas, biomasa o rendimientos con rigor aparente, pero sin conocer a fondo el arreglo estadístico ni el contenido de los tratamientos. Se limita a describir lo que ve y a reportarlo. En teoría, trabajar “a ciegas” podría sonar como una estrategia para evitar sesgos. En la práctica, sin embargo, esa ceguera no protege la objetividad: la empobrece. Porque quien no sabe qué mide ni por qué lo mide termina recolectando piezas sueltas de un rompecabezas que nunca llegará a armar.
Aquí aparece la primera falla: confundir descripción con ciencia. Observar y registrar es necesario, pero no suficiente. La investigación exige comprensión: saber cómo encaja cada dato en un diseño mayor, cómo dialoga con otras variables, cómo se integra en la lógica de un tratamiento o un control. El rigor no se alcanza por acumulación de observaciones, sino por su articulación consciente.
La segunda falla es estructural: cuando la coordinación de un grupo se dispersa entre trámites, gestiones y burocracia, el liderazgo técnico se diluye. Entonces, los datos fluyen hacia arriba como reportes, pero sin el discernimiento que permita convertirlos en conocimiento. Y si nadie asegura ese puente, el equipo corre el riesgo de navegar con mapas incompletos.
Este problema no es anecdótico: es un síntoma de cómo a veces entendemos mal la cooperación científica. Confundimos la cooperación con un simple reparto de tareas, cuando en realidad debería ser un tejido de roles interdependientes. Un diseño sólido sin evaluación crítica es estéril. Una evaluación sin diseño es ciega. Y un liderazgo desconectado de lo técnico no logra articular ninguna de las dos cosas.
Aquí es donde entra en juego el espíritu científico. No basta con cumplir funciones asignadas: hace falta una disposición crítica, un compromiso con la coherencia del conocimiento que producimos. Ese espíritu no es pretensión, sino responsabilidad compartida. Porque la ciencia, en su raíz, no nace de la obediencia pasiva, sino del diálogo entre miradas distintas que se cuestionan y se afinan mutuamente.
La crítica, entonces, debe ser constructiva: señalar los vacíos no para desautorizar a quien los comete, sino para reforzar el tejido del que todos dependemos. Cooperar significa algo más exigente que sumar números: significa hilvanar ideas. Significa que cada miembro del equipo comprende lo suficiente del conjunto como para que su aporte tenga relevancia.
La lección es clara: en un grupo de investigación, la verdadera cooperación no consiste en repartir piezas, sino en construir juntos la imagen completa. De lo contrario, podemos terminar con descripciones minuciosas que pesan poco, porque nunca se integraron en el diseño mayor. La ciencia, como la música, necesita partitura: sin ella, cada músico puede tocar con técnica impecable, pero lo que se escucha no será una sinfonía, sino ruido.
Al final, esta reflexión no pretende ser un reproche, sino un ajuste de foco. Porque lo que está en juego no son solo datos, sino la calidad del conocimiento que legamos. Y ahí, quizá, está la metáfora más justa: la ciencia exige mirar con nitidez, y criticar es como ajustar el lente de un microscopio, no cambia la muestra, pero permite verla con claridad.
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