La ciencia lleva décadas confirmándolo: lo que hoy somos no es fruto de un diseño perfecto, sino el resultado de innumerables batallas, accidentes y encuentros fortuitos. Un estudio reciente en mamíferos reveló que buena parte de los genes que regulan nuestra respuesta inmune provienen de interacciones con virus antiguos. En otras palabras, no seríamos quienes somos sin esos invasores invisibles que, lejos de desaparecer, dejaron su huella en nuestra propia biología.
La evolución no es una línea recta hacia la perfección. No es una escalera en la que cada peldaño nos acerca a un estado superior. Es más bien una red enmarañada de caminos, un mapa lleno de desvíos, retrocesos y atajos. Lo que nos constituye no es la pureza, sino la mezcla. Cada especie, cada organismo, es un palimpsesto: un texto escrito una y otra vez sobre páginas anteriores que nunca se borran del todo.
Pensarlo así transforma la noción de identidad. Nos gusta creer que lo “humano” es algo propio, único, incluso aislado. Sin embargo, cada célula de nuestro cuerpo lleva dentro firmas ajenas: genes de virus integrados a nuestro ADN, trazas bacterianas que nos acompañaron desde los albores de la vida, mutaciones que llegaron como errores pero terminaron siendo ventajas. Nuestra historia es la historia de alianzas improbables y conflictos inevitables. Lo que hoy llamamos “yo” es, en realidad, un archivo compartido.
La metáfora tecnológica ayuda a visualizarlo. Somos como un sistema operativo lleno de parches de seguridad. Cada actualización que recibe tu computadora existe porque alguien intentó hackearla antes. Nuestro genoma funciona igual: está cubierto de parches que se escribieron en medio de invasiones virales, infecciones bacterianas y tensiones ambientales. Y aun con todos esos remiendos, seguimos funcionando, incluso creando, amando, imaginando. Tal vez esa sea la grandeza: no haber alcanzado la perfección, sino seguir corriendo el programa pese a las vulnerabilidades.
La evolución, en este sentido, es más una negociación que una guerra. Sí, hubo enfrentamientos feroces y extinciones masivas, pero también hubo momentos de fusión y colaboración. Los ancestros de nuestras células incorporaron bacterias que luego se volvieron indispensables: las mitocondrias, fábricas de energía sin las cuales no existiríamos. Esa simbiosis es un recordatorio de que la frontera entre “lo propio” y “lo extraño” es mucho más borrosa de lo que nos enseñaron.
Pensar así incomoda porque va contra la narrativa de la pureza. Durante siglos, nos contaron que lo perfecto era lo puro, lo inmutable, lo incontaminado. Pero la biología dice lo contrario: la vida se sostiene en la mezcla. Somos mestizos en el sentido más radical. Nuestra fuerza no viene de conservar intacto un origen, sino de aceptar, absorber y transformar lo que llega de afuera.
Quizá la lección más poderosa de la evolución sea precisamente esa: la pureza no existe. La vida crece, sobrevive y florece en la contaminación creativa, en el cruce inesperado, en la intrusión que parecía amenaza pero terminó siendo posibilidad. Negar esa mezcla es negar lo que nos hizo posibles.
Somos el resultado de millones de intrusiones, y en esas intrusiones —a veces violentas, a veces fértiles— reside la chispa de lo que llamamos humanidad. La grandeza de nuestra especie no está en haber llegado intacta hasta aquí, sino en habernos dejado transformar una y otra vez sin perder la capacidad de seguir adelante. Si hay algo glorioso en nosotros, no es la pureza, sino la memoria de todas las mezclas que nos habitan.
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