La historia del cristianismo es, también, la historia de su pérdida.
Lo que comenzó como una comunidad de iguales —un grupo de hombres y mujeres que compartían pan, palabra y esperanza— terminó convertido en una maquinaria de poder. El mensaje que invitaba a liberar al ser humano del miedo fue domesticado para sostener imperios. La fe se volvió jerarquía; la palabra, dogma; la comunión, control.
No es casual que muchos —como Tolstói, o quienes hoy se declaran “cristianos sin iglesia”— busquen regresar a la raíz despojada de esa fe. Tolstói no rechazaba el cristianismo, sino su institucionalización. Su crítica era moral y epistemológica: ¿cómo puede una religión que predica humildad, pobreza y amor ser administrada por estructuras que se parecen tanto a los palacios que Jesús cuestionó?
La idea es tan antigua como incómoda. Constantino, al convertir al cristianismo en religión del Estado, le dio legitimidad, pero también le robó el riesgo. Desde entonces, la cruz se volvió estandarte y el evangelio, herramienta de gobierno. Lo divino se mezcló con lo político, y el misterio con la norma.
Quizás por eso el texto que circula en redes tiene tanta fuerza. Porque toca una herida que sigue abierta: la necesidad de creer sin obedecer, de espiritualidad sin institución, de comunidad sin sometimiento.
Tolstói propuso una salida: desmitologizar el evangelio, despojarlo de los milagros y dogmas para revelar su núcleo ético. El “reino de Dios” no sería un lugar, sino una práctica cotidiana: actuar con compasión, rechazar la violencia, no devolver mal por mal. No hay milagro más radical que ese.
Quizás, después de todo, el cristianismo original no era una religión, sino una revolución ética. Un recordatorio de que lo sagrado no está en los templos ni en los altares, sino en la dignidad humana, en la posibilidad de amar sin condición y resistir sin odio.
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