> “Del caos nacen las formas, y de las formas, nuevos caos.
Vivir es moverse entre ambos sin perder el asombro.”
— M.T.
Nada dura, pero todo deja huella. La transitoriedad no es un defecto del universo, sino su respiración. Todo lo que nace se transforma; todo orden, tarde o temprano, se dispersa. En ese ciclo de creación y descomposición se esconde el pulso más profundo de la vida.
Desde la física lo llamamos entropía: la tendencia natural de los sistemas al desorden. Una habitación cerrada se llena de polvo, una estrella envejece y colapsa, una flor marchita devuelve sus átomos al suelo. Pero sería un error pensar que la entropía es destrucción pura. Es, más bien, el precio del movimiento, la condición necesaria del cambio. Sin desorden no hay posibilidad de reorganización, ni de vida.
El físico Ludwig Boltzmann le dio rostro matemático a esta idea. Grabada en su tumba se encuentra su ecuación más célebre: S = k log W. En pocas letras, explicó que la entropía crece con el número de configuraciones posibles de la materia. El universo, entonces, tiende a multiplicar sus formas, a explorar todas las combinaciones. El desorden, visto así, es una forma de libertad.
Décadas más tarde, Erwin Schrödinger, en ¿Qué es la vida?, retomó ese principio para entender cómo los seres vivos resisten —por un tiempo— el empuje del caos. Los organismos se mantienen ordenados porque importan negentropía, energía del entorno que les permite aplazar su disolución. Vivir es, literalmente, retrasar el caos un instante más.
Charles Darwin observó esa misma tensión desde la biología: la vida como equilibrio entre persistencia y transformación. Cada especie busca conservar su forma, pero el cambio —inevitable y a veces azaroso— es lo que permite la continuidad. La evolución es una conversación con la impermanencia.
Y Carl Sagan nos recordó que estamos hechos de polvo de estrellas: los átomos que ahora respiran en nosotros fueron parte de soles que ardieron y murieron hace miles de millones de años. Nada se pierde, sólo cambia de forma. La entropía del cosmos también engendra belleza.
Aceptar la transitoriedad no es rendirse: es reconciliarse con el flujo. Comprender que el final no es una fractura, sino una transición. Que el mismo proceso que disuelve una célula hace germinar otra. Que el desorden no es enemigo, sino maestro.
Quizá la pregunta no sea cómo escapar de la entropía, sino cómo bailar con ella.
¿Podemos aprender a ver en cada cambio una oportunidad de florecer otra vez?
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