7. Para la sociedad peruana de fines del siglo xix, la guerra con Chile fue un hecho decisivo. Podría afirmarse que éste fue —sesenta años después de que se fundara la República— el primer acontecimiento de real resonancia nacional, que comprometió al conjunto de pueblos que habitaban el territorio patrio. Como nunca, la lucha movilizó hombres desde Tumbes hasta Tarapacá y desde Iquitos hasta Puno. El trauma histórico de la derrota, por otra parte, sólo puede equipararse al producido por la Conquista. La guerra, sin embargo, fue vivida de manera muy diferente en las diversas regiones del país.
8. Se puede constatar que la guerra provocó inicialmente una respuesta de unánime adhesión a la causa nacional entre los terratenientes serranos, que se movilizaron masivamente en defensa de la patria amenazada. Esta participación se hizo decisiva luego de los descalabros sufridos por las fuerzas pe ruanas en las campañas del sur. La pérdida del Húascar (8 de octubre de 1879), primero, y las derrotas en San Francisco, Tacna y Arica, apenas interrumpidas con la solitaria victoria de Tarapacá, provocaron una grave crisis en el campo de los derrotados. Esta se expresó en varios hechos: la completa supremacía de los chilenos en el mar, que puso a la alianza peruano-boliviana a la defensiva; la pérdida definitiva, para el Perú, de la provincia de Tarapacá y, con ella, de la fuente económica fundamental de la República (en adelante Chile financió la guerra con la venta del salitre tarapaqueño); la crisis política en los países aliados, que culminó con la caída de los presidentes Prado y Daza (de Perú y Bolivia, respectivamente); la destrucción del ejército de línea peruano; y el retiro definitivo de Bolivia de la guerra. Este último hecho fue provocado tanto por la crisis política ya señalada cuanto por las maniobras de la diplomacia chilena, que actuó eficazmente sobre prominentes políticos bolivianos, ilusionándolos con la perspectiva de una alianza entre Bolivia y Chile, por la cual este último apoyaría a Bolivia para despojar al Perú de Tacna y Arica, que eran ofrecidas al país del altiplano como compensación por su litoral perdido.
9. A apenas un año del inicio de la contienda, el Perú quedó pues completamente solo y en esas condiciones debió afrontar la guerra que se prolongó por cuatro años más. Nicolás de Piérola, quien reemplazó a Mariano Ignacio Prado en el poder en diciembre de 1879, luego de que éste abandonara subrepticiamente el país "para comprar armas", asumió la organización de la defensa de Lima, que se encomendó a un ejército improvisado en lo que Basadre denominó "la campaña de las milicias". Piérola organizó las nuevas fuerzas terrestres en base a la promoción de militares de su confianza, re legando de los cargos de comando a aquellos jefes y oficiales sobre cuya lealtad política no tenía certeza. Como si ello no bastara, reservó para sí el mando supremo de las acciones militares, aun cuando no tenía ni los conocimientos ni la experiencia necesarios para afrontar esa responsabilidad.
10. La reorganización del ejército que Piérola ejecutó provocó un reacomodo de las fuerzas políticas de la sociedad peruana. Los terratenientes serranos fue ron convocados a la defensa de la patria y se distribuyó entre ellos pródiga mente grados militares provisorios y temporales, que añadieron una nueva fuente de poder a las que controlaban tradicionalmente. A mediados de 1880, cuando las fuerzas de línea eran destrozadas en el sur, la proliferación de los grados de coroneles, capitanes y sargentos mayores entre los miembros de las élites provincianas era proverbial. Cuando con parte de los supervivientes de los desastres del sur y reclutas apresuradamente enrolados se organizó a fines de 1880 el ejército para defender Lima, fueron estos jefes improvisados quienes sustituyeron a los jefes y oficiales dejados de lado. "Oficiales de carrera —narra Andrés Avelino Cáceres— eran sustituidos por individuos sin prepa ración militar ninguna, pero si muy adictos al supremo jefe (...). Muchos jefes quedaron sueltos, pasando algunos, y de elevada jerarquía, a integrar el séquito del generalísimo como meros ayudantes de campo. Crecido número de jefes y oficiales profesionales trataron en vano de incorporarse al ejército con empleos inferiores a su grado y, más tarde, desencadenada ya la ofensiva enemiga, pelearon, fusil en mano, como simples soldados rasos" [4]. Inclusive el cargo clave de Ministro de Guerra fue entregado a un terrateniente adicto a Piérola: el flamante coronel Miguel de Iglesias, el propietario de la hacienda Udima, una de las más importantes de Cajamarca.
11. Muchos terratenientes organizaron batallones, en algunos casos conformados por los indios de sus haciendas, a los que armaron y uniformaron con su propio peculio. Varios terratenientes, además, entregaron la vida en los arenales de San Juan y Miraflores combatiendo contra la expedición chilena que atacó la capital peruana. Un artículo elegiaco publicado en un periódico de Huancayo, pocos meses después de esas jornadas terribles, rememoraba el papel cumplido por los notables locales en la defensa de Lima (el 13 y 15 de ene ro de 1881). Su balance podría generalizarse a casi todas las ciudades serranas de alguna importancia:
"Huancayo en las jornadas de San Juan y Miraflores ha perdido lo mejor de sus jóvenes valientes (...) allí cayeron los Herrera, los García, Palomino, Basurtos, Zacarías, Montes, Marcelino Núñez y Luis Román, oficiales todos del Manco Cápac" [5].
12. La guerra, en cambio, representó una experiencia diferente para los indios-campesinos. Habían sido enrolados compulsivamente durante las primeras seis décadas de vida republicana para combatir defendiendo causas que les eran ajenas, guerreando indistintamente bajo las banderas de cualquiera de los muchos caudillos militares que se disputaban el poder. Esto no cambió durante las primeras fases de la guerra con Chile. En la defensa de Lima, la mitad del ejército de línea estuvo constituido por indígenas apresuradamente llevados, a los que no se pudo instruir siquiera regularmente en los rudimentos de la guerra. Sus oficiales hablaban castellano; ellos quechua. Manuel González Prada vio, en los momentos culminantes de la batalla de San Juan, a algunos infelices indígenas, evidentemente recién llegados a la capital, tratando de cargar por la boca del cañón sus fusiles de retrocarga. El resultado fue que, ante la carga del ejército-chileno, se dispersaron batallones íntegros, "haciendo fuego contra sus oficiales cuando éstos trataron de contenerlos", según con signa el parte oficial de la batalla de San Juan.
13. La noche del 15 de enero de 1881, apenas producida la derrota en Mira-flores, el presidente Nicolás de Piérola ordenó el desarme y licenciamiento de los restos del ejército nacional. Abandonó luego apresuradamente Lima acompañado de una pequeña escolta y se dirigió a la sierra central, "con el propósito de proseguir la resistencia". Esa noche Lima fue saqueada por los restos de las propias fuerzas peruanas [6], mientras al saqueo y los incendios perpetrados en Chorrillos y Barranco durante los dos días anteriores se sumaba el de Mira-flores. Gracias a la mediación del cuerpo diplomático Lima se libró de correr igual suerte y fue ocupada pacíficamente el 17 de enero.
14. Los soldados indígenas sobrevivientes abandonaron la capital y retornaron a sus haciendas, pagos, comunidades y caseríos. La guerra, sin embargo, no había terminado. El ejército vencedor, decidido a no abandonar el territorio peruano mientras los peruanos no se avinieran a cederles Tarapacá, Arica y Tacna, se instaló en Lima preparándose para una larga ocupación, que duró más de tres años. De aquí en adelante, la experiencia de la guerra sería sustancialmente diversa para los indios-campesinos de la sierra sur y los de la sierra central. Los primeros sufrieron sus efectos sólo indirectamente, a través de las diversas cargas fiscales que se les impuso para solventar los gastos que ocasionaba la defensa nacional. Como veremos, en la sierra sur no hubo resistencia. El ejército chileno hizo sólo una fugaz incursión sobre la región cuando la guerra estaba virtualmente terminada, sin llegar jamás, inclusive, a Cusco, Apurímac y Andahuaylas. Los indígenas de la sierra central fueron hasta el final de la guerra los protagonistas principales de la resistencia antichilena que acaudilló desde abril de 1881 el general Andrés Avelino Cáceres.
15. Luego de abandonar Lima, Piérola se dirigió al interior por la ruta de Canta; permaneció brevemente en Tarma, donde se enteró de que el comando chileno se negaba a negociar con él, debido a que había injuriado a los chile nos al compararlos "con los salvajes del Africa y la Araucanía", luego de la ruptura del armisticio concertado en vísperas de la batalla de Miraflores. Prosiguió luego a Jauja, donde instaló su gobierno. Allí se enteró de que los civilistas lo habían desconocido como presidente, constituyendo el 22 de febrero un nuevo gobierno, presidido por Francisco García Calderón. En adelante Piérola dedicó su atención casi exclusivamente a la lucha por eliminar asus oponentes políticos. Los pasos que dio para organizar la resistencia fueron insignificantes.
16. En abril de 1881, el coronel Andrés Avelino Cáceres, quien fue herido en una pierna en la batalla de Miraflores y permaneció oculto durante tres meses en Lima reponiéndose, burlando la persecución chilena, llegó a Jauja a ponerse a disposición de Piérola. Luego de la ocupación de Lima, las fuerzas armadas peruanas fueron formalmente divididas en los ejércitos del Norte, Centro y Sur, colocados bajo el comando de Lizardo Montero, Juan Martín Echenique y Del Solar, respectivamente. Como veremos después, la existencia de los dos primeros ejércitos era virtual, pues los únicos cuerpos del ejército realmente existentes estaban acantonados en Arequipa. Piérola se preparaba para marchar a Ayacucho, donde convocaría a un Congreso Nacional, y nombró a Cáceres Jefe Político Militar de los Departamentos del Centro en reemplazo de Echenique, quien debía partir con Piérola. El presidente marchó pues a Ayacucho, acompañado de su séquito, dejando a Cáceres, para que organizara la resistencia, únicamente su nombramiento por todo patrimonio.
17. Un crecido número de terratenientes vio en la caída de Lima el final de la guerra. Consideraban que lo único que quedaba por delante era concertar la paz en las condiciones que impusiera el ejército vencedor. Esa fue la actitud de Miguel de Iglesias, el Ministro de Guerra de Piérola. Iglesias combatió heroicamente en la defensa del Morro Solar durante la batalla de San Juan (13 de enero de 1881), cayendo prisionero en esa batalla en la que, además, murió su primogénito. Fue después liberado por las fuerzas de ocupación y se retiró a sus tierras en Cajamarca decidido a abandonar la vida pública hasta que la paz se firmara y las fuerzas de ocupación retornaran a su patria [7].
18. Muy parecida fue la opción asumida por Luis Milón Duarte, quien constituía la cabeza política de la más importante familia terrateniente de la sierra central, los Valladares, propietarios de alrededor de veinte haciendas, entre las que se encontraban las más grandes e importantes de la región. Duarte se retiró de Lima aún antes de que se dieran las batallas a las puertas de la capital, de bido a desavenencias con el presidente Nicolás de Piérola [8].Terratenientes como Iglesias y Duarte permanecieron al margen de la guerra cuando se iniciaron las expediciones chilenas contra la sierra central. Luego, la agudización de los conflictos sociales que éstas provocaron los obligó a retornar a la actividad pública, buscando acelerar el final de la contienda.
19. No obstante, la abstención no fue la opción de toda la clase terrateniente y una fracción de ella decidió continuar la lucha. Cuando las fuerzas chilenas estacionadas en Lima enviaron sus expediciones contra la sierra central, un grupo de terratenientes, formado mayoritariamente por los medianos y pequeños propietarios, se alistaron bajo el comando del general Cáceres para combatir contra los invasores. Algunos de ellos llegaron a integrar su cuerpo de ayudantes, la famosa Ayudantina, que combatiera hasta el final de la Resistencia.
20. La división de opiniones entre los blancos-terratenientes se agudizó cuando las expediciones chilenas empezaron a asolar la sierra central. En junio de 1881 el alto mando chileno, enterado de que en la sierra central se organizaban destacamentos militares, envió fuerzas expedicionarias contra Cerro de Pasco, Huánuco, Tarma y el valle del Mantaro. Tenían instrucciones de "abastecerse sobre el terreno", y se excedieron en el desempeño de su cometido. Las acciones de esta expedición degeneraron en bandolerismo. El coronel chileno Ambrosio Letelier y los demás oficiales que comandaron esta primera incursión fueron detenidos a su retorno a Lima y enviados a Chile, donde se les acusó de cometer delitos comunes durante la campaña que realizaron en la sierra central peruana, sentenciándoseles a prisión [9].
21. Las expoliaciones chilenas golpearon duramente a la élite dominante regional de la sierra central. Al cobro de elevados cupos pecuniarios, pagados bajo la amenaza de la destrucción de sus propiedades, se unió el saqueo de las haciendas, pueblos y minas. Las consecuencias de esta calamidad se sintieron hasta décadas después, cuando muchos terratenientes perdieron su patrimonio a consecuencia de las deudas que entonces contrajeron.
22. El golpe a la economía de los terratenientes fue demoledor: los rescates que éstos debieron pagar para evitar que sus propiedades fueran incendiadas fuemuy elevado, lo cual arrojó a manos de los usureros a varias de las familias más poderosas; algunos vieron sus pertenencias arrasadas por los invasores y otros optaron por la colaboración abierta con el enemigo como una forma de salvaguardar sus intereses. Esto agravó las contradicciones que existían desde antes de la guerra: durante las tres décadas anteriores se había vivido en la sierra central un acelerado proceso de concentración territorial, gracias al cual unas pocas familias terratenientes habían logrado acaparar enormes extensiones de tierra a costa del despojo de los otros terratenientes [10]. Esto, obvia mente, había escindido profundamente al bloque terrateniente. Los nuevos conflictos que introdujo la guerra catalizaron pues las contradicciones subyacentes, destruyendo la precaria unidad del bloque dominante que trabajosamente se había conseguido cuando se trató de defender la capital.
23. También afectaba a los terratenientes el enrolamiento de los indígenas para la formación del ejército que Cáceres venía organizando. Las haciendas eran particularmente perjudicadas en tanto el ejército estaba compuesto funda mentalmente por indios de hacienda, pues en las comunidades se levantaban principalmente fuerzas guerrilleras. No se puede desdeñar la magnitud de las le vas; el Ejército del Centro llegó a contar en ese periodo con cinco mil hombres, enrolados con posterioridad a la caída de Lima. Ciudades tan importantes como Huancayo, Tarma y Cerro de Pasco no pasaban de los diez mil habitantes. Luego de la destrucción de estas fuerzas, Cáceres volvió a levantar otros tres nuevos ejércitos.
24. La exacerbación del esfuerzo bélico provocó también otros transtornos. Cáceres emprendió la constitución de sus fuerzas con un dinamismo, amplitud y vigor asombrosos, lo cual afectó las diversas esferas de la vida económica de la región: el régimen de la fuerza de trabajo estaba alterado, sucedió algo igual con los circuitos económicos, y el comercio intra y extra regional sufrieron rudos golpes, tanto por la ocupación de la capital —que sustrajo a la región su mercado más importante—, cuanto por la crisis del arrieraje, ocasionada por la requisa de acémilas para el ejército y por la adscripción de los arrieros a las fuerzas regulares y a las guerrillas. Era necesario, además, organizar el aparato logístico: alimentar al ejército, proporcionarle leña y forrajes, vestir a las tropas, fabricar uniformes, cantinas, arreos y herrajes para las acémilas, dotar a los soldados de frazadas, calzado; acopiar armas y municiones; organizar la maestranza; acondicionar las herramientas de labranza para transformarlas en picas de combate ("rejones"); etc. Estas tareas exigían el trabajo de un ejército de artesanos para proveer a los combatientes. A estos problemas se sumaba una intensa sequía, que había afectado fuertemente a la región en los dos años anteriores.
25. La situación descrita puso a muchos terratenientes al borde de la quiebra. Los más afectados fueron justamente aquellos que antes de la guerra estaban en mejor pie: los nuevos terratenientes, pues habían expandido anteriormente sus actividades y emprendido múltiples iniciativas modernizantes que ofrecían muy buenas perspectivas para sus negocios en tiempos de estabilidad, pero ha cían su situación muy vulnerable cuando transtornos como los descritos venían a alterar la paz social que era el prerrequisito imprescindible para que sus vastas inversiones dieran los frutos esperados. La crisis provocada por la guerra no sólo afectaba sus expectativas de expansión; amenazaba su existencia misma como clase. El esfuerzo de capitalización desarrollado en los años precedentes había sido muy grande y todo podría verse comprometido de un día a otro, como se pudo comprobar cuando debieron pagar el cupo a la expedición Letelier. El curso objetivo de los acontecimientos empujaba pues a los terra tenientes hacia una opción colaboracionista, pues su supervivencia como clase exigía la pronta terminación de la guerra a cualquier precio; inclusive al de la colaboración con el ejercito chileno contra los peruanos partidarios de la resistencia...
26. A los problemas económicos se sumó una nueva crisis política. Gracias al apoyo norteamericano los civilistas pudieron lograr que Piérola renunciara a la presidencia en noviembre de 1881, lo cual introdujo una grave división en el bloque terrateniente. El descontento que provocó la caída de Piérola entre sus seguidores añadió a las condiciones de crisis objetiva que ya hemos seña lado las condiciones subjetivas que preparaban el camino para la generalización del colaboracionismo, que hasta entonces se manifestaba más como un fenómeno singular y no como una opción general, de clase. Para que el colaboracionismo se manifestara abiertamente era necesario un catalizador. Vendría a cumplir este papel la autonomización del movimiento campesino moviliza do contra el ejército chileno. En efecto, la organización de las guerrillas, al armar a las comunidades, introdujo un nuevo factor de debilidad para el bloque terrateniente en su conjunto, y éste no pudo menos que observar la nueva situación con desconfianza, en tanto era incapaz de controlar directamente las actividades de los guerrilleros. Esto significó un nuevo motivo de enfrenta-miento entre Cáceres y los terratenientes, en tanto aquel, para contar con el campesinado en la resistencia antichilena, estimulaba la movilización que estos últimos condenaban.
27. Esta situación se agravó aún más cuando en febrero de 1882 llegó una nueva expedición chilena persiguiendo a las fuerzas de Cáceres, con instrucciones de ocupar definitivamente la sierra central. Los abusos cometidos por los indígenas de la región, que se levantaron entre marzo y abril del 82 en una vasta insurrección, y por otra el reingreso de los terratenientes abstencionistas a la escena pública, que intentaron acelerar el final de la guerra mediante la suscripción de acuerdos de paz acordados al margen y contra la decisión del gobierno peruano. Ellos justificaron su actitud acusando a los gobiernos que hasta entonces se sucedieron de no haber tomado ninguna iniciativa práctica para concluir la guerra [11].
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